MARK LANEGAN: “CANTAR HACIA ATRÁS
Y LLORAR”/”EL DIABLO EN COMA”
La noticia de la muerte de Mark Lanegan hace un par de años nos dejó en shock. Nos habíamos
acostumbrado a recibir sus nuevos discos periódicamente, a desmenuzarlos
recreándonos en una voz que se había convertido en un ítem balsámico para la
vida. No habíamos abandonado el sueño de poder verlo de nuevo en vivo con su
increíble banda, en formato protagonista, y no como simple colaborador.
¿Lanegan se ha ido? Imposible. ¿Por qué?
Sabíamos que había salido de aquel infierno en el
que vivió durante muchos años, enganchado a las drogas y los problemas,
embutido en una etiqueta de músico enfermo y conflictivo que se había ganado a
pulso. Pero aquello era el pasado. Desde hacía bastante tiempo vivía en un
nuevo presente, no exento de traumas y dudas, pero nada remotamente parecido a
lo anterior. En ese presente nos iba enamorando más y más con su prolífica y
regular creación, cada álbum más hermoso e ingenioso que el anterior. Se había
empeñado en dejar de ser un monstruo para volcarse en su verdadera pasión y su
auténtico don, y estaba cumpliendo con creces. Cuando la vida se le había
enderezado un poco, habiendo alcanzado el camino artístico deseado, recién
mudado a la tranquila Irlanda, el COVID-19 lo cazó. El puto virus chino se
propuso hacer un sucio trabajo: el que no habían conseguido el alcohol, la
violencia, la depresión, la heroína, el crack y otros muchos enemigos. Y lo
hizo, vaya que sí. O al menos le arrojó la primera piedra. Una injusticia. El
mundo lloró una pérdida inesperada. En medio del estupor y la tristeza,
decidimos que ya no podíamos volver a escuchar esa voz que tanto nos había
inspirado. Guardamos sus discos en la vitrina de los inmortales y echamos el
candado.
Un año después supimos de la publicación en
castellano de sus dos últimos libros: “Sing Backwards and Weep” (2020) y
“Devil In a Coma” (2021). Todavía en medio de la negación y con un deje
de melancolía, los compramos. Ambos se quedaron en el estante de lecturas
pendientes a la espera. No nos atrevíamos con ellos. Nos miraban desde su balda
desafiantes y palpitantes, pero aquello era demasiado. Sabíamos que la memoria
y postreros días de Lanegan nos iban a destrozar, que sus palabras nos iban a
machacar. No era el momento. Ya llegaría.
Y ese momento llegó hace poco. Y decidimos empezar
por el final, por “El Diablo en Coma”, esa obrita tan breve como
capital, el libro que el músico aún tuvo ganas de escribir para recopilar las
ingratas experiencias y oscuros pensamientos en sus más crudos días de
enfermedad. Una agónica sinfonía de ideas que, alternando la prosa y el verso,
muestra la desesperación y rabia de un alma frente al abismo. En sus últimos
coletazos, el poeta maldito nos relataba su impotencia frente a la invalidez y
sus sueños cataclísmicos, llevando la mente puntualmente a ese pasado que
siempre le pasó factura, esclavo de un remordimiento perpetuo. En un acto
heroico donde los haya, Lanegan nos dejaba un regalo más, retorciéndose como un
pez en el anzuelo, resistiéndose a marchar sin decir la última palabra. Este
pequeño compendio se ha convertido por derecho propio en un tesoro de valor
incalculable; no solo es el suspiro final de un artista que peleó durísimo para
lidiar con la puñetera vida, sino también el testimonio del estrago de la
odiosa pandemia desde un punto intermedio entre el más acá y el más allá. Una
píldora muy amarga. Un hachazo directo al corazón.
Pero, en su vibrante impulso creativo, Lanegan ya
había dejado otro documento de armas tomar: “Cantar Hacia Atrás y Llorar”
(2020), su libro de memorias. El título proviene de la letra de “Fix”,
una de las canciones de su álbum “Field Songs” (2002). Y es un título
acertado, porque la vida de este tipo cantada hacia atrás es para echarse a
llorar. Él mismo lo sabía. Por eso se comparaba habitualmente con el diablo,
con un animal, con un perdedor o un infame, porque era consciente de haberlo
sido, y en el examen de conciencia y el reconocimiento de los propios pecados
está la absolución. Estas memorias, escritas con una sinceridad y detallismo
brutales, dibujan los diez duros años que vivió en la ciudad de Seattle. La
historia abarca desde su desdichada infancia hasta el momento de la inflexión,
esto es, su proceso de desintoxicación tras llegar al auténtico fondo del
agujero más negro jamás visto. Este no es otro típico relato del mítico “rock
& roll way of life”; es la trágica historia de un hombre con mala
suerte desde el minuto cero de su vida. Madre sádica y maltratadora, padre
alcohólico, infancia infeliz y disfuncional, ambiente opresivo y
ultraconservador, entumecimiento mental, falta de estímulo, todo eso hizo mella
en el carácter de un chico de la América profunda enredado en una espiral
autodestructiva. La música era el único salvoconducto para poder huir, y eso
fueron precisamente Screaming Trees:
un paquete de viaje para escapar del odioso mundo del día a día. No hay artista
que haya aborrecido más a la banda que lo dio a conocer. Lanegan jamás se ha
cortado a la hora de confesar su descontento dentro del proyecto, pero en estas
páginas lo deja absolutamente cristalino. Los Trees eran una especie de trabajo
vacío e insatisfactorio. Y aun así publicaron siete discos y giraron en
bastantes ocasiones. Giras que en algunos momentos llegaron a ser un tormento
para su vocalista, obsesionado por no poder encontrar en destino lo que tanto
necesitaba para funcionar: un buen chute de lo que fuera.
Estamos ante una autobiografía incompleta; el autor
se centró en el verdadero quid de su viaje por el Hades, el periodo de su
existencia más penoso y grotesco, mostrando una foto escalofriante del Seattle
más inmundo en los 90. Sus manías, adicciones, conflictos y contradicciones. Su
facilidad para estar en el lugar más chungo en el momento menos adecuado. Su descontento
y descontrol, su pronto sanguinario y su falta de decoro. Tropezar una y otra
vez en la misma piedra. Él lo expele todo sin arrepentimiento impostado,
simplemente como narrador de un cuento de terror que debe airearse para no
repetirse. Esto es lo que hay. Y es muy de elogiar que no le diera vergüenza
retratarse como un auténtico despojo humano; porque hay que reconocer que lo
fue, a veces por culpa de los demás, casi siempre por la suya propia. Los
últimos capítulos de la obra lo muestran en el más terrible escalón de la
dependencia toxicológica y la descomposición física y mental, enfangado hasta
el cuello en la más sórdida nada. Sin techo, herido, desnutrido, mendigando y
robando para poder consumir, perseguido por fantasmas, autoridades y acreedores,
al borde de la locura como poco y de la muerte como máximo. Afortunadamente
para él y para todos, consiguió esquivar la sombra del cuervo en la recta
final. Y lo consiguió gracias a la bondad de la persona más sorprendente e
insospechada.
El libro también narra sus experiencias como
inquilino poco modélico del mundo del rock. Habla con gratitud de su amistad
con gente como Dylan Carlson, Mike McCready, Layne Staley o Josh Homme,
de su admiración y acercamiento a ídolos como Jeffrey Lee Pierce o Johnny
Cash. Especialmente entrañable resulta su cercana relación con Kurt Cobain, y el papel circunstancial
de culpabilidad que le tocó asumir tras su pérdida. Están los relatos de la
tortura que suponía grabar un disco con Screaming
Trees, y su arduo trabajo autodidacta cuando quiso emprender la aventura en
solitario. Por supuesto, hay anécdotas de giras y conciertos que resultan
trágicas, pero también las hay muy cómicas. Entre la tragedia y la comedia está
esa gira que los unió a los recién encumbrados Oasis, su toma y daca con un Liam
Gallagher que se dedicó a tocarle las pelotas reiteradamente. ¿Sabía con
quién se la estaba jugando? Probablemente no, y se libró por poco de lo que
siempre se ha merecido: que alguien le parta la cara en tres.
Como ya he dicho, esta es una biografía incompleta.
De nuevo limpio de miseria, Lanegan empezaba otro verso de su epopeya. ¿Qué
ocurrió después? No tendremos segundo volumen para saberlo, pero hay múltiples
piezas que permiten hilvanar el puzle, al menos en lo que a la música se
refiere. Lo que realmente quería Mark en términos artísticos era expresarse en
su propia frecuencia. Admiraba a músicos como Nick Drake, Tim Buckley,
Tim Hardin o Nick Cave, y ellos le mostraron la senda por la que discurrir. Los
primeros discos bajo su propio nombre, con la forma de experimentos de novel,
mostraban una sensibilidad marcada por la ingravidez existencial de un ser
ahogado en la desgracia y enfadado con el mundo. Pero su oído privilegiado y
buen gusto musical le fueron aportando los ingredientes para cocinar a fuego
lento ese catálogo increíble e intachable que nos ha dejado como recuerdo. Su
interés por estilos diferentes (post-punk, new wave, electrónica, krautrock),
alejados de los cánones del sonido americano de siempre (R&R, blues,
country, folk), lo llevaron a convertirse en uno de los mejores intérpretes y
letristas de su generación, volcando su vastísima cultura y tacto especial en
una serie de álbumes antológicos. Quizá “Bubblegum” (2004) fuera el
pistoletazo de salida a su periplo de gloria, tras formar brillante sociedad
con el músico y productor Alain Johannes.
Luego llegaron “Blues Funeral” (2012), el disco de versiones “Imitations”
(2013), “Phantom Radio” (2014), “Gargoyle” (2017), “Somebody´s
Knocking” (2019) y “Straight Songs of Sorrow” (2020). Este último,
publicado a la vez que su libro de memorias, supone una deliberada adenda al
mismo, cerrando algún que otro círculo abierto. Entretanto, su legado se veía
salpicado por incontables trabajos corporativos (Queens of The Stone Age, Isobel
Campbell, Soulsavers, Greg Dulli, John Cale, Duke Garwood,
etc, etc). Todos querían tenerlo entre sus filas. Por algo sería. Como él
mismo solía decir, con un fino citerio y ningún egoísmo, cooperar es la mejor
manera de aprender.
La historia nunca fue bonita, pero es una lástima
que acabara tan pronto. Existe la intuición de que este hombre aún tenía mucho
que ofrecer. Porque, aunque siempre anduviera entre el sí y el no, con sus
alergias duramente contenidas a los medios y al oficio, en eterno conflicto con
la fea imagen de sí mismo, la música era la verdadera droga de la que no podía
desengancharse. Y la persona que al principio nos intimidaba y repelía, al
final consiguió emocionarnos intensamente. Y el lobo que durante mucho tiempo nos
daba miedo, ahora lo único que nos causa es una honda y dolorosa pena. Descanse
en paz.
“Y el sufrimiento que padezco
Y todo el dolor que he causado
Algún día serán mi lamentable final
Así que pido disculpas ahora
Y aunque he fallado muchas veces
Y volveré a hacerlo
Dios conoce mi lado bueno”
(extracto del poema “La parte más oscura”- “Devil
in a Coma”)