19 septiembre 2024

REPORTAJES

MARK LANEGAN: “CANTAR HACIA ATRÁS Y LLORAR”/”EL DIABLO EN COMA” 

La noticia de la muerte de Mark Lanegan hace un par de años nos dejó en shock. Nos habíamos acostumbrado a recibir sus nuevos discos periódicamente, a desmenuzarlos recreándonos en una voz que se había convertido en un ítem balsámico para la vida. No habíamos abandonado el sueño de poder verlo de nuevo en vivo con su increíble banda, en formato protagonista, no como simple colaborador. ¿Lanegan se ha ido? Imposible. ¿Por qué? 

Sabíamos que había salido de aquel infierno en el que vivió durante muchos años, enganchado a las drogas y los problemas, embutido en una etiqueta de músico enfermo y conflictivo que se había ganado a pulso. Pero aquello era el pasado. Desde hacía bastante tiempo vivía en un nuevo presente, no exento de traumas y dudas, pero nada remotamente parecido a lo anterior. En ese presente nos iba enamorando más y más con su prolífica y regular creación, cada álbum más hermoso e ingenioso que el anterior. Se había empeñado en dejar de ser un monstruo para volcarse en su verdadera pasión y su auténtico don, y estaba cumpliendo con creces. Cuando la vida se le había enderezado un poco, habiendo alcanzado el camino artístico deseado, recién mudado a la tranquila Irlanda, el COVID-19 lo cazó. El puto virus chino se propuso hacer un sucio trabajo: el que no habían conseguido el alcohol, la violencia, la depresión, la heroína, el crack y otros muchos enemigos. Y lo hizo, vaya que sí. O al menos le arrojó la primera piedra. Una injusticia. El mundo lloró una pérdida inesperada. En medio del estupor y la tristeza, decidimos que ya no podíamos volver a escuchar esa voz que tanto nos había inspirado. Guardamos sus discos en la vitrina de los inmortales y echamos el candado. 

Un año después supimos de la publicación en castellano de sus dos últimos libros: “Sing Backwards and Weep” (2020) y “Devil In a Coma” (2021). Todavía en medio de la negación y con un deje de melancolía, los compramos. Ambos se quedaron en el estante de lecturas pendientes a la espera. No nos atrevíamos con ellos. Nos miraban desde su balda desafiantes y palpitantes, pero aquello era demasiado. Sabíamos que la memoria y postreros días de Lanegan nos iban a destrozar, que sus palabras nos iban a machacar. No era el momento. Ya llegaría. 

Y ese momento llegó hace poco. Y decidimos empezar por el final, por “El Diablo en Coma”, esa obrita tan breve como capital, el libro que el músico aún tuvo ganas de escribir para recopilar las ingratas experiencias y oscuros pensamientos en sus más crudos días de enfermedad. Una agónica sinfonía de ideas que, alternando la prosa y el verso, muestra la desesperación y rabia de un alma frente al abismo. En sus últimos coletazos, el poeta maldito nos relataba su impotencia frente a la invalidez y sus sueños cataclísmicos, llevando la mente puntualmente a ese pasado que siempre le pasó factura, esclavo de un remordimiento perpetuo. En un acto heroico donde los haya, Lanegan nos dejaba otro regalo, retorciéndose como un pez en el anzuelo, resistiéndose a marchar sin decir la última palabra. Este pequeño compendio se ha convertido por derecho propio en un tesoro de valor incalculable; no solo es el suspiro final de un artista que peleó durísimo para lidiar con la puñetera vida, sino también el testimonio del estrago de la odiosa pandemia desde un punto intermedio entre el más acá y el más allá. Una píldora muy amarga. Un hachazo directo al corazón. 

Pero, en su vibrante impulso creativo, Lanegan ya había dejado otro documento de armas tomar: “Cantar Hacia Atrás y Llorar” (2020), su libro de memorias. El título proviene de la letra de “Fix”, una de las canciones de su álbum “Field Songs” (2002). Y es un título acertado, porque la vida de este tipo cantada hacia atrás es para echarse a llorar. Él mismo lo sabía. Por eso se comparaba habitualmente con el diablo, con un animal, con un perdedor o un infame, porque era consciente de haberlo sido, y en el examen de conciencia y el reconocimiento de los propios pecados está la absolución. Estas memorias, escritas con una sinceridad y detallismo brutales, dibujan los diez duros años que vivió en la ciudad de Seattle. La historia abarca desde su desdichada infancia hasta el momento de la inflexión, esto es, su proceso de desintoxicación tras llegar al auténtico fondo del agujero más negro jamás visto. Este no es otro típico relato del mítico “rock & roll way of life”; es la trágica historia de un hombre con mala suerte desde el minuto cero de su vida. Madre sádica y maltratadora, padre alcohólico, infancia infeliz y disfuncional, ambiente opresivo y ultraconservador, entumecimiento mental, falta de estímulo, todo eso hizo mella en el carácter de un chico de la América profunda enredado en una espiral autodestructiva. La música era el único salvoconducto para poder huir, y eso fueron precisamente Screaming Trees: un paquete de viaje para escapar del odioso mundo del día a día. No hay artista que haya aborrecido más a la banda que lo dio a conocer. Lanegan jamás se ha cortado a la hora de confesar su descontento dentro del proyecto, pero en estas páginas lo deja absolutamente cristalino. Los Trees eran una especie de trabajo vacío e insatisfactorio. Y aun así publicaron siete discos y giraron en bastantes ocasiones. Giras que en algunos momentos llegaron a ser un tormento para su vocalista, obsesionado por no poder encontrar en destino lo que tanto necesitaba para funcionar: un buen chute de lo que fuera. 

Estamos ante una autobiografía incompleta; el autor se centró en el verdadero quid de su viaje por el Hades, el periodo de su existencia más penoso y grotesco, mostrando una foto escalofriante del Seattle más inmundo en los 90. Sus manías, adicciones, conflictos y contradicciones. Su facilidad para estar en el lugar más chungo en el momento menos adecuado. Su descontento y descontrol, su pronto sanguinario y su falta de decoro. Tropezar una y otra vez en la misma piedra. Él lo expele todo sin arrepentimiento impostado, simplemente como narrador de un cuento de terror que debe airearse para no repetirse. Esto es lo que hay. Y es muy de elogiar que no le diera vergüenza retratarse como un auténtico despojo humano; porque hay que reconocer que lo fue, a veces por culpa de los demás, casi siempre por la suya propia. Los últimos capítulos de la obra lo muestran en el más terrible escalón de la dependencia toxicológica y la descomposición física y mental, enfangado hasta el cuello en la más sórdida nada. Sin techo, herido, desnutrido, mendigando y robando para poder consumir, perseguido por fantasmas, autoridades y acreedores, al borde de la locura como poco y de la muerte como máximo. Afortunadamente para él y para todos, consiguió esquivar la sombra del cuervo en la recta final. Y lo consiguió gracias a la bondad de la persona más sorprendente e insospechada. 

El libro también narra sus experiencias como inquilino poco modélico del mundo del rock. Habla con gratitud de su amistad con gente como Dylan Carlson, Mike McCready, Layne Staley o Josh Homme, de su admiración y acercamiento a ídolos como Jeffrey Lee Pierce o Johnny Cash. Especialmente entrañable resulta su cercana relación con Kurt Cobain, y el papel circunstancial de culpabilidad que le tocó asumir tras su pérdida. Están los relatos de la tortura que suponía grabar un disco con Screaming Trees, y su arduo trabajo autodidacta cuando quiso emprender la aventura en solitario. Por supuesto, hay anécdotas de giras y conciertos que resultan trágicas, pero también las hay muy cómicas. Entre la tragedia y la comedia está esa gira que los unió en 1996 a los recién encumbrados Oasis, su toma y daca con un Liam Gallagher que se dedicó a tocarle las pelotas reiteradamente. ¿Sabía con quién se la estaba jugando? Probablemente no, y se libró por poco de lo que siempre se ha merecido: que alguien le parta la cara en tres. 

Como ya he dicho, esta es una biografía incompleta. De nuevo limpio de miseria, Lanegan empezaba otro verso de su epopeya. ¿Qué ocurrió después? No tendremos segundo volumen para saberlo, pero hay múltiples piezas que permiten hilvanar el puzle, al menos en lo que a la música se refiere. Lo que realmente quería Mark en términos artísticos era expresarse en su propia frecuencia. Admiraba a músicos como Nick Drake, Tim Buckley, Tim Hardin o Nick Cave, y ellos le mostraron la senda por la que discurrir. Los primeros discos bajo su propio nombre, con la forma de experimentos de novel, mostraban una sensibilidad marcada por la ingravidez existencial de un ser ahogado en la desgracia y enfadado con el mundo. Pero su oído privilegiado y buen gusto musical le fueron aportando los ingredientes para cocinar a fuego lento ese catálogo increíble e intachable que nos ha dejado como recuerdo. Su interés por estilos diferentes (post-punk, new wave, electrónica, krautrock), alejados de los cánones del sonido americano de siempre (R&R, blues, country, folk), lo llevaron a convertirse en uno de los mejores intérpretes y letristas de su generación, volcando su vastísima cultura y tacto especial en una serie de álbumes antológicos. Quizá “Bubblegum” (2004) fuera el pistoletazo de salida a su periplo de gloria, tras formar brillante sociedad con el músico y productor Alain Johannes. Luego llegaron “Blues Funeral” (2012), el disco de versiones “Imitations” (2013), “Phantom Radio” (2014), “Gargoyle” (2017), “Somebody´s Knocking” (2019) y “Straight Songs of Sorrow” (2020). Este último, publicado a la vez que su libro de memorias, supone una deliberada adenda al mismo, cerrando algún que otro círculo abierto. Entretanto, su legado se veía salpicado por incontables trabajos corporativos (Queens of The Stone Age, Isobel Campbell, Soulsavers, Greg Dulli, John Cale, Duke Garwood, etc, etc). Todos querían tenerlo entre sus filas. Por algo sería. Como él mismo solía decir, con un fino criterio y ningún egoísmo, cooperar es la mejor manera de aprender. 

La historia nunca fue bonita, pero es una pena que acabara tan pronto. Existe la intuición de que este hombre aún tenía mucho que ofrecer. Porque, aunque siempre anduviera entre el sí y el no, con sus alergias duramente contenidas a los medios y al oficio, en eterno conflicto con la fea imagen de sí mismo, la música era la verdadera droga de la que no podía desengancharse. Y la persona que al principio nos intimidaba y repelía, al final consiguió emocionarnos intensamente. Y el lobo que durante mucho tiempo nos daba miedo, ahora lo único que nos causa es una honda y dolorosa pena. Descanse en paz. 

“Y el sufrimiento que padezco

Y todo el dolor que he causado

Algún día serán mi lamentable final

Así que pido disculpas ahora 

Y aunque he fallado muchas veces

Y volveré a hacerlo

Dios conoce mi lado bueno”

(extracto del poema “La parte más oscura” – “Devil in a coma”) 

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