STUART BRAITHWAITE “Spaceships over Glasgow”
El
fantasma de Glasgow me persigue. O quizá soy yo la que lo busco. De Stuart
Braithwaite ya sabíamos muchas cosas. Hijo de médica y científico, guitarrista
en constante experimentación y aprendizaje, enciclopedia musical humana, adicto
a los conciertos, coleccionista de libros y vinilos, aficionado al skateboard, activista
social, político, ecologista y pro-vacuna COVID, fanático del Celtic y campeón
olímpico de levantamiento de vidrio en barra fija. También sabíamos que a veces
se dedica a ofrecer conciertos minimalistas en solitario homenajeando a algunos
de sus clásicos preferidos (The Velvet Underground, Joy Division, Blind Lemon
Jefferson, Spacemen 3) o trazando el esbozo de algunas de las canciones (con letra)
de su banda (“Take Me Somewhere Nice”,
“Teenage Exorcists”, “Devil Rides”, “Hound of Winter”, “Cody”).
A ver, ¿quién no se iría a tomar unas birras con él? No te hagas ilusiones:
seguro que te tumba.
Casi todo lo demás está aquí, en este libro de memorias que, como suele ocurrir con las memorias de los músicos, no solo es la foto de una vida (loquísima, por cierto) sino el retrato más amplio de una era (los 90), un enclave (Glasgow), un sonido (el rock underground) y una generación (la de los nacidos en la segunda mitad de los 70, la suya y la nuestra). Y como todo libro de memorias, estamos ante otro cuento de hadas, el del adolescente que, por ejemplo, descubre la música de The Cure, se enamora de ella, se convierte en fan empedernido y acaba quince años después tomando unas copas con Robert Smith en un backstage. O el cabecilla de una banda que se encuentra de repente siendo teloneada por algunos de los que fueron sus ídolos de juventud (David Pajo, Bardo Pond, Stephen Malkmus, Eugene Kelly). Los sueños, las ideas claras y el trabajo duro pueden en muchos casos dar inmensos frutos. Porque este muchachito de Lanark tuvo claro desde el principio que lo suyo era la música. A la mierda el colegio, los estudios, lo convencional y lo correcto. La música underground (sí, cuanto más esquiva y underground mejor) le infectó el cerebro y las venas y a partir de ahí nadie lo pudo parar. Decidió que quería dedicarse a ella y al rock´n´roll way of life. Y bien joven empezó, colándose en salas de conciertos y festivales sin edad legal (gracias a la bondad de su paciente hermana), descubriendo el poder sugestivo y transformador del rock. Su explicitud a la hora de describir los efectos que la música tiene en el pensamiento y sentimiento humanos nos resulta del todo familiar. Porque al mismo tiempo que él, en otras latitudes y escenarios, nosotros estábamos pasando por un trance parecido. Andábamos descubriendo todo un mundo musical que desconocíamos, a The Cure, Iggy & The Stooges, Nirvana, The Jesus & Mary Chain, Sonic Youth, encontrando en todo ello nuestra razón de ser y de vivir. Por asimilación, su historia es parecida a la nuestra, y por ello resulta tan evocadora. Al menos hasta el punto en el que nace esa bestia parda llamada Mogwai.
Hay pocas bandas a las que yo haya seguido con total fe y regularidad, y Mogwai es una de ellas (ya lo sabéis). Cada disco era un acontecimiento, cada festival con ellos en cartel un aliciente. Así que descubrir la génesis, evolución y entresijos de una banda a la que amas, siendo una banda poco mediática y nada exhibicionista (no importan sus caras ni sus nombres, solo importa su música) resulta una aventura emocionante. Y en realidad, la historia de Mogwai no es tan diferente a la del resto. A uno se le mete en la cabeza que quiere montar un grupo (Stuart), conoce a otro con las mismas pretensiones, gustos y obsesiones (Dominic), reclutan a un tercero (Martin) y a un cuarto (John) para poder mostrar su creación en pequeñas salas locales, y luego fichan a una estrella (Barry) para completar el young team y jugar en las ligas mayores. Todo de la forma más natural. El apoyo económico, moral y logístico de la familia también es un punto a favor del sueño. El intensivo ambiente musical en Glasgow en los 90 la convertía en un escenario idóneo para progresar, sobre todo gracias a espacios como The 13th Note y a personajes tan generosos y amantísimos de la cultura como Alex Huntley (posteriormente Alex Kapranos). A partir de aquí todo es trabajo, ensayo, perseverancia, encontrar buenos amigos que te apoyen y valoren, y la suerte de caerle en gracia a algún pez gordo del mundillo (como John Peel, sin ir más lejos). Entonces el monstruito empieza a caminar, a hablar, a crecer. Y de repente, esos palurdos chavales (dicho con todo mi cariño), absolutos outsiders, empiezan a grabar discos, a tocar en lugares insospechados (como el Astoria de Londres), a aparecer en publicaciones como NME y a salir de sus casas para viajar por el mundo. Todo feliz y maravilloso. ¿O no? Hay que tener muchos huevos o meterse mucho de todo para poder soportar tanto estrés. Que es lo que hacía el pequeño Stuart, básicamente. El subtítulo del libro reza “MOGWAI, MAYHEM AND MISSPENT YOUTH”. Siempre con guasa, cómo no. El propio Stuart anunciaba sus memorias como un libro sobre “la idiotez adolescente, la vida en general, los conciertos y Mogwai”, y todo resulta bastante exacto. Creyó en su sueño, se empeñó febrilmente en hacerlo realidad, pero también hizo el imbécil como un bellaco. Lo más tierno de todo es que no se avergüenza al reconocerlo. ¿Quién se avergüenza realmente de las chorradas que hizo en su loca juventud?
Así pues, aquí está la verdadera historia de una banda que ha ido haciendo camino al andar. Con las bodas de plata ya bien cumplidas, esta crónica viene a confirmar más o menos el por qué del éxito, la avenencia y la continuidad: mucho trabajo, valentía, risas y amistad. Mogwai es un ente colaborativo y democrático, y eso se antoja indispensable para que cualquier proyecto funcione. Aunque no todo ha sido un plácido paseo por el campo. Estuvieron las psicóticas y opresivas sesiones de grabación de “Mogwai Young Team” (97), las productivas fiestas en la casa perdida de Dave Friedmann dando forma a “Come on Die Young” (99) o la carísima odisea maniaca americana en el alumbramiento de “Rock Action” (2001). De regreso al trabajo de producción en la vieja Escocia y con las cabezas más asentadas nacen “Happy Songs for Happy People” (2003) y “Mr. Beast” (2006), y comienza su aventura como brillantes y cotizados compositores de bandas sonoras con “Zidane. A 21th Century Portrait” (2006). Más tarde llega “The Hawk Is Howling” (2008) y se revela el gran misterio de su magnetismo y ausencia total de lírica: sus canciones procedían de un proyecto de banda sonora para un film que no llegó a buen puerto. Y entonces, finiquitado el contrato con PIAS, la banda decide hacer el movimiento más arriesgado y audaz de su historia: autopublicar su siguiente álbum en su propio sello Rock Action. Si funciona, perfecto. Si no funciona, es la muerte. La jugada les salió bien porque se empeñaron en crear un álbum redondo. Y lo consiguieron: “Hardcore Will Never Die, But You Will” (2011).
Y
entre tanto, la vida de la banda se mueve en una montaña rusa de giras y más giras,
conciertos y más conciertos, pura sangre de directo. Salas grandes, salas
pequeñas, festivales, barcos, tiendas, antros o teatros. Da igual donde, allá
que van. Sonando a todo volumen, eso sí, como un avión en pleno despegue (así
lo describe el propio autor). 132 decibelios se contabilizaron en un show en
Nueva Zelanda en una ocasión. De locos. Anécdotas de conciertos las hay a decenas:
el debú a lo grande en el Astoria en el 97, el caótico y demente show en The
Garage en Londres, el primer Glastonbury, el FIB del 98 (fundidos y agónicos el
domingo, después de tres días de juerga festivalera non stop), el emotivo estreno en el mítico Barrowlands, el desprecio
y maltrato sufrido por las hordas de fans de Manic Street Preachers o aquel bizarro
tributo a “Mogwai Young Team” en el
Summercase del 2008 (allí estaba yo, en Boadilla) por el que les ofrecieron un
potosí que jamás llegaron a cobrar. Con mucho sentido del humor y un poco de
nostalgia también, Stuart nos relata cientos de episodios trascendentes e
hilarantes, sobre su banda, sus amigos, sus locuras, sus verbenas, su bocaza,
sus decepciones y sus pasiones, con el respeto y la perspectiva que te dan la
edad y la experiencia. Totalmente sincero. A veces condescendiente, salvo
consigo mismo. Su narración desvela episodios que hacen temblar o reír, reforzando
la simpatía por ellos. Por ejemplo, ya conocíamos su especial arte del absurdo
poniendo nombre a sus creaciones; ahora sabemos exactamente de dónde vienen los
títulos de sus discos o de temas como “New
Paths to Helicon #1”, “Yes! I Am a Long Way from Home”, “With Portfolio”, “Oh! How the Dogs Stack Up”, “Christmas
Steps”, “Take Me Somewhere Nice”,
“Hunted by a Freak”, “I´m Jim Morrison, I´m Dead”, “Kings Meadow” o “The Precipice”. Historias
muy divertidas, o a veces no tanto. También hemos conocido el origen del
extraño símbolo gráfico de la banda (MYT), ese que todos se tatuaron en alguna
parte de su cuerpo en un pacto de entrega eterna. Y como extra hemos descubierto
la asombrosa historia subyacente de Martin Bulloch, ese colosal batería y mejor
persona, todo un luchador, un puñetero héroe. El libro termina en 2011 porque
tiene que acabar ahí. Después vinieron más discos, más giras, más bandas
sonoras, pero la secuencia debía concluir precisamente donde acaba: en el
momento en el que la vida te da una hostia de las buenas. Ese instante en el
que te das cuenta de por qué eres quién eres y por qué estás donde estás, y
acabas atrapado en las redes de la sabia moraleja de tu propio relato. En ese
momento todo cambia, hay un antes y un después, enfocas de nuevo tus
prioridades y maduras en un suspiro. Sí, el libro debía acabar aquí. Sabia
decisión, señor Braithwaite. Ha sido un auténtico placer viajar por estas
páginas, recorriendo una vida que transcurría paralela y lejana, pero
indirectamente interconectada a la nuestra. Si todo va bien, nos vemos en unos
días.