BOBBY GILLESPIE “Un chaval de barrio”
Glasgow me persigue en los últimos tiempos: es un hecho. Y la
cosa no termina aquí, tras la degustación de estas memorias. Digamos que, una
vez estudiado el intenso periodo años 70-años 80 en la peligrosa e idiosincrática
ciudad post-industrial, todavía queda tela por cortar y en ello estamos. Pero
ahora toca hablar del insigne Bobby
Gillespie y su tremenda obra autobiográfica. De siempre lo habíamos visto
como el tipo misterioso, políticamente activo, al límite de los excesos, una
pose única al frente de una banda inclasificable a tenor de su legado
discográfico. Lo que no sabíamos es que Bobby todavía estaba muy vivo, es
decir, que todavía le quedaban neuronas suficientes como para componer un
retrato absolutamente brillante y demoledor de la sociedad, la evolución
personal y el sueño de la música. El título del libro lo define bien: Bobby era
un chico de barrio, pero de barrio chungo de verdad. Crecido entre privaciones
y austeridad en medio de la granada a punto de estallar que era su ciudad
durante los años setenta (y los ochenta, y quizá parte de los noventa), su
historia no deja de ser una más entre cientos: la historia del joven que
encuentra en la contracultura una vía de escape a su rabia y frustración. La
contracultura en sus tiempos mozos estaba representada por el punk, esa nueva
forma de expresión, catártica y visceral. Una imagen icónica, la de un Johnny Rotten cabreado y desafiante,
inspiró a muchos chicos en aquella época. Bobby no fue la excepción. A partir
de ahí se desata la obsesión por querer conocer más, vivir más, entrar de lleno
en el vórtice de la movida, formar parte de la familia de portadores de la
bandera de la rebelión.
De ahí hasta el alumbramiento de “Screamadelica” (91), que es hasta donde llega la crónica, hay todo un periplo digno de novela en la lucha por lograr el affair definitivo con el éxito. Bobby quería hacer música, sí, lo tuvo claro desde el principio, pero no quería ser solo un músico más, quería ser la bomba mediática que cambiara el mundo. No sé si Primal Scream llegaron a serlo, pero hits como “Loaded”, “Come Together”, “Don´t Fight It, Feel It” o “Higher Than The Sun” pusieron patas arriba a principios de los noventa el mainstream británico. Cuando los Happy Mondays ya andaban dando tumbos erráticos (por su propia imbecilidad, seamos sinceros), los Scream, tocados por la mano mágica de Andrew Weatherall o The Orb, lograron heredar el testigo como gurús del pastiche bailable del momento, fusionando los principios del evangelio acid house y la salmodia soul. Muchos opinan que “Screamadelica” es uno de los discos más determinantes de la Historia. Quizá lo fuera en el contexto de su época; algunos no lo llegamos a comprender del todo porque nuestras cabezas andaban sumergidas en los nudos de guitarras del grunge (“Screamadelica” y “Nevermind” de Nirvana se publicaron el mismo día de septiembre de 1991).
Pero antes del furor del éxtasis y el acid house, Gillespie tuvo muchos otros amores confesables: el consabido punk-rock y el post-punk resultante, el rhythm and blues, la psicodelia sesentera. De su deleite por estos géneros nacieron “Sonic Flower Groove” (87) y “Primal Scream” (89), tan inofensivos ahora en comparación con su posterior carrera. Anteriormente a todo esto, Bobby relata con sumo detalle sus etapas como asistente de Altered Images y bajista de The Wake. Aunque quizá su verdadero bautismo rockero estuviera tras la batería primitiva de The Jesus and Mary Chain. En este punto el autor traza un escalofriante retrato del mito de la banda de los hermanos Reid, de sus personalidades, su obsesión por la distorsión sensitiva, su chulería impostada, sus curdas, peleas, odios y bolos de alto riesgo.
Bobby lo tenía claro desde el principio: quería ser el dueño de su propio destino. Primal Scream lograron echar a andar gracias a él (y a Jim Beattie y Alan McGee, por supuesto), sufrieron hasta poner a punto el carburador, con ideas y venidas hasta lograr la formación perfecta (aquella con Andrew Innes, Robert Young y Martin Duffy en filas; más tarde con la aportación estelar de Mani Mounfield y Kevin Shields), hicieron lo que les dio la gana en cada momento, se pusieron hasta las trancas como si no hubiera un mañana y alumbraron algunos álbumes realmente incendiarios. Dejad que meta aquí una mención de honor a “XTRMNTR” (2000): ese disco me voló el cerebro y me retorció los huesos. Si la inspiración creativa se debe al talento o a las drogas, yo no lo sé. Podríamos preguntarnos esto mismo para cientos de miles de discos o canciones compuestos a lo largo de las décadas. La cuestión es que Bobby o bien supo parar a tiempo, o bien está hecho de cemento armado. Su lucidez a la hora de recordar, plasmar, relatar y reivindicar es digna de un (sobrio) maestro. Un texto delirante que absorbe desde la primera página, mezclando cuentos, ensayo social y poesía en su justa medida y todo en uno. Una oda al inconformismo, al hedonismo y a ese vastísimo universo que es la música.
“A veces el público es como un rebaño que pasta
perezosamente en el campo a la espera de que lo lleven a otro sitio, siempre
dirigido por otros, sin espíritu crítico, inconsciente. Pero el artista debe
ser valiente; como reza el dicho, “el pionero se lleva todas las flechas”. Debe
penetrar él solo en los márgenes, al filo de la percepción, en las regiones
desconocidas de terror espiritual y desequilibrio psíquico donde no se
aventuran los más precavidos; el gran rebaño se arremolina, avanza en bloque,
elige la ruta segura, siempre en la misma dirección, y confía en que el granjero
se encargue de alimentarlo. Conoce el lugar que ocupa dentro del gran (o no tan
“gran”) panorama, mientras que el lobo solitario vaga hambriento, buscando los
raquíticos desechos que la sociedad ha olvidado y considera inservibles; pero
el lobo solitario utiliza esa “basura” cultural como alimento del alma y,
mediante una especie de alquimia irracional, crea con ella un arte poderoso.
Por usar la muy manida pero acertada frase de Kipling: “Viaja más rápido el que
viaja solo” (…)”.