01 septiembre 2009

REPORTAJES


WOODSTOCK 69: 40 AÑOS DESPUÉS.

El presente se inventó en los sesenta.

Como todos los bien informados aficionados musicales ya deben saber, este mes de agosto se cumplieron cuarenta años de la celebración del mítico Woodstock 69, el festival de rock por antonomasia. Un festival que, visto en la lejanía del tiempo, siempre tendrá ese duende, esa parte de romanticismo anti-sistema, de simbolismo pacifista. Una llamada a la que respondieron medio millón de personas: la llamada de la música. ¿Solo de la música?. No estuvimos allí (ni nacidos ni en proyecto), pero cuánto bien ha hecho el documental “Woodstock: 3 Días de Paz y Música” a las generaciones postreras, a los melómanos adictos, a los fanáticos del vinilo y demás gentecilla rara que va por ahí platicando sobre Jimi Hendrix o Jefferson Airplane en pleno siglo XXI, enfrentándose a caras de asombro e ignorancia, las de esos modernos a la última, tan fetichistas de los sellos y las marcas, tan apegados a sus FIBs, Sonoramas y Contempopráneas, que en su puñetera vida han oído hablar de este festival, de Newport, de Monterey, de los pioneros, de los sesenta ni de nada que se le parezca. En fin, al César lo que es del César: Woodstock tuvo su importancia histórica en muchos aspectos. La tuvo en el aspecto social: “¿de dónde puñetas ha salido toda esta marabunta de locos greñudos indecentes?” se preguntaban América y el mundo. Y también tuvo su importancia en el devenir del rock en directo y en las congregaciones masivas de artistas y público. Aunque hay quien reivindica (con gran acierto) que el auténtico caldo de cultivo se remonta al Festival de Monterey del 67, aquel evento en el que Hendrix y The Who se jugaron a cara o cruz el orden de sus actuaciones, compitiendo duramente por el premio al mayor y más virulento destrozo sobre el escenario. Así pues, una que es asidua a los festivales desde hace años, que vive en la música (que no “de la música”), que sigue fiel a unos principios vitales básicos cada vez más masacrados y demodé (a mucha honra), se enternece y regodea ante la visión de lo que sucedió en aquella campiña lindante a Nueva York en agosto de 1969. Sí, la parte romántica habla de tres días de paz y música, de miles de personas sonrientes y unidas por unos ideales, hastiadas del caos belicista y segregacionista norteamericano. Pero la parte romántica es la parte que nos venden. Woodstock también tuvo su lado oscuro: masificación, caos, insalubridad, desabastecimiento, delincuencia, colapso, incomunicación, la caprichosa meteorología. Aunque lo que más llama a la reflexión es que Woodstock se quedara simplemente en algo simbólico, una bella demostración de libertad, un rugido de protesta no violenta: el planeta siguió girando al ritmo impuesto por el dólar, instituciones de dudosa fiabilidad, caciques y podertenientes. Y así hasta nuestros días. De hecho, Woodstock quiso salirse del sistema pero ha sido adoptado como parte del mismo; el documental de marras obtuvo un año después el reconocimiento del tío Óscar, convirtiéndose en un chorro de lucro a presión. Y la ocasión del cuarenta aniversario ha sido la excusa perfecta para cargar la turbina de la maquinaria mercantil con nuevas publicaciones y homenajes.

Pero merece la pena hablar del trabajo de Michael Wadleigh, puntualmente rescatado en estos días de canícula infinita. En una sucesión de preciosas imágenes y con un montaje original y exquisito, la película expone lo sucedido en aquellos tres días con objetividad, ofreciendo una perspectiva de gran angular, aunque incompleta, del acontecimiento. La indiscutible preferencia de la música se complementa con un amplísimo muestrario de planos y opiniones que retratan e inmortalizan el perfil de los otros protagonistas: los miles y miles de jóvenes congregados en la granja de Bethel, de todos los colores y razas, de todas las edades, bajo los efectos de todo tipo de sustancias, en convivencia armónica, inmutables a las penosas condiciones de vivir como animales para la ocasión, atrapados por el embrujo de la naturaleza y la música. En la faceta musical el documento es parcialmente cuestionable; sorprende la presencia de los Sha-Na-Na frente a la ausencia de The Band, Grateful Dead, Creedence Clearwater Revival, Ravi Shankar, Paul Butterfield Blues Band, The Incredible String Band o del set eléctrico de Crosby, Stills, Nash & Young. Pecados injustificados y bailes cronológicos aparte, el metraje (tres horas y media, pónganse cómodos) está lleno de momentos memorables: desde el protagonizado por Richie Havens con su espeluznante “Freedom” hasta la ruidosa apología americana de Jimi Hendrix, pasando por la generosidad de Pete Townsend regalando su guitarra, la virtuosísima exhibición de Santana, los karaokes incitados por Country Joe McDonald o Sly Stone, la plañidera fiereza de Janis Joplin o el mágico despertar matutino con los Jefferson Airplane.

Observando esta cinta uno se sorprende de que hayan pasado cuarenta años, pues hay imágenes no muy diferentes a las vistas en otros festivales de ahora: técnicos pululando por el escenario, cuerpos rotos sobre la hierba, mochilas enormes a las espaldas, arco iris de tiendas de campaña, colas para casi todo, hasta la versión sesentera de los famosos Poly-Klyn. Básicamente, el concepto de festival sigue siendo el mismo: muchos artistas para mucha gente. Sin embargo, los tiempos han cambiado. ¿Por qué fueron los jóvenes a Woodstock?. ¿Solo por la música?. Sí, muchos fueron por la música, otros por hallar un espacio de desinhibición, otros por encontrarse encontrando la respuesta a su incomodidad existencial. Todo son teorías, pues no hay estadísticas que iluminen las motivaciones de aquellas gentes, aunque haya miles de definiciones sobre la idiosincrasia del movimiento hippie. Woodstock fue un momento histórico porque sucedió en un momento histórico, transgrediendo las leyes de la normalidad. ¿Por qué vamos ahora a los festivales?. Pregunta difícil de abordar. En la era del materialismo ya no hay búsqueda que valga, nada por lo que protestar. Las concentraciones humanas en pos de la música ya no tienen significado espiritual alguno, salvo para esas pequeñas minorías de raros que todavía pueden sentir el lejano eco de Woodstock, que todavía confían en la música como medio de realización, expresión y curación. Aquel espíritu de los sesenta se disolvió como un azucarillo en un vaso de agua, pero todos somos deudores de su herencia. Dejemos de mirarnos el ombligo, levantemos la cabeza y aprendámonos la historia.

http://es.wikipedia.org/wiki/Festival_de_Woodstock


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