Solitario, ahorrativo, íntimo, sobre
unas tablas minimalistas. Casi habíamos olvidado esta variante de Dominique
A. Qué buen momento para recordarla, cuando hace ya veinte años de nuestro
primer encuentro en vivo con él. Él da, la audiencia recibe. Y así se suceden
años y discos y giras que siempre tienen la bondad de sorprender. Porque si
algo hay que agradecerle es su enorme capacidad de adaptación, un magistral don
de transformación tan sutil que apenas si le aleja de su esencia, de su yo, ese
yo que tanto amamos y respetamos. Nos hay dos giras iguales, ni dos conciertos
iguales, no hay dos formatos iguales ni dos versiones de la misma canción
iguales. El repertorio fluye y se derrama por caminos múltiples, siempre
reconocibles pero nunca obvios. Es el genio de un artista que no se limita a
producir y vender arte, sino que la adopta, la acuna y la mima, la retroalimenta
y la ofrece al mundo de mil formas diferentes. El francés es uno de esos
músicos que llenan con su voz y su presencia cada uno de los centímetros del
más vasto escenario, y por eso la soledad no preocupa ni condiciona, sino que
casi alivia. Con las armas más básicas es capaz de conseguir cotas de
intensidad infinitas, emboscadas hipnóticas y emocionales, dejando su firme
huella en el corazón musical de neófitos y decanos. Un concierto suyo jamás se
olvida.
“La Fragilité” (2018) es su
último trabajo conocido, tras el experimental “Toute Latitude” (2018).
Dos discos en un año, el sueño de todo insaciable adepto. Con la cincuentena
recién estrenada, muestra unas ganas y una fortaleza intactas. Y es que no
parece que hayan pasado veinte años desde aquel “Remué” (99); más bien
parece que hoy sigue siendo ayer, y que dentro de un par de años (en otro
escenario, quizá con una banda nueva, con camisa negra y la misma cabeza
pelona) será más de lo mismo, pues ya no es oportuno ni necesario cambiar. Es
el rédito meritorio del que lo da todo, siempre más de lo que se espera, como
ocurrió anoche. Dos horas largas de recorrido vertiginoso por su elegante
universo, haciendo magia con pies y pedales, desafiando y desterrando la vieja
idea de que una guitarra eléctrica hace más ruido que una acústica. Pasando con
una ligereza espeluznante de la intimidad (“La Poésie”, “La Memoire
Neuve”, “Comme Au Jour Premier”, “Au Revoir Mon Amour”, “Éléor”
o “Ce Gest Absent”) a la intensidad más bárbara (“Pour la Peau”,
“Hôtel Congress”, “Corps de Ferme à l´Abandon”, “Antonia”,
“Rendez-nous La Lumière” o “L´Horizon”), guiando el
redescubrimiento de clásicos nunca bien ponderados (“Tout Sera Comme Avant”),
mostrando las líneas ocultas de piezas
transfiguradas (“Central Otago” o “Le Courage des Oiseaux”
en modo performance) y brindando homenajes a nombres semiocultos de la música gala (como
Gisor o Étienne Daho). Las proyecciones seleccionadas
contribuyeron a dar intensa vida a algunos de los temas novedosos (“Le Grand
Silence des Campagnes”, “Le Splendeur”, “J´Avai Oublié Que Tu
M´Aimais Autant”), la luz en general fue una tecla más de un piano
perfectamente afinado: un 10 para la producción visual. Y por supuesto, no
mencionemos solo al músico, sino también a la persona. Cuánto se agradece una
pequeña broma, una palabra en tu idioma o una amable sonrisa entre canción y canción.
Las dos caras son igual de imprescindibles para forjar una leyenda; la una la
esculpe, la otra la barniza para que se conserve durante muchos años. Esperemos
que otros veinte más.