MAD COOL FESTIVAL
Madrid. Caja Mágica. 6, 7 y 8 de
julio.
Hace
ya dos semanas de la celebración del Mad Cool y todavía sigue coleando la
resaca del evento. Las miradas preocupadas hacia el cielo, los aconteceres
trágicos colaterales y, sobre todo, la música que sonó, la buenísima música que
sonó. Que todos los festivales tienen su punto enriquecedor. Solo hay que ir
con la mente abierta, pues cualquier artista no bien conocido puede
desencadenar emociones insospechadas, y cualquier artista defenestrado puede
devolverte a los momentos más dulces de tu pasado. El jueves comenzó con el
interés por ver a uno de esos artistas desconocidos a priori deseables: George Ezra. Pero la tromba de agua
solo permitió unos húmedos acordes de la magnífica “Cassy O” en la lejanía, un épico y maldito estreno de barro hasta
el tobillo y agua hasta la rodilla. No fueron posibles las ansiadas “Listen to The Man” y “Song 6”, pero a este chico hay que
apuntárselo para futuras citas. The
Lumineers también se vieron damnificados por el tremendo chaparrón,
demorando su actuación más de media hora y reduciéndola a la mínima expresión.
Varios hits en la más incrédula frialdad y punto.
Claro que ya estaban Foals a continuación para subir los
grados del termostato; y lo supieron hacer, o al menos lo intentaron.
Reverencias para el repertorio escogido, con alusiones a aquel distinguido “Antidotes” de 2008 (“Olympic Airways” y “Red Socks Pugie” son dos bocados de gloria) y a su faceta más artesana,
es decir, la de los arpegios y riffs magistrales, “Mountain at My Gates”, “My
Number”, la milimétrica “Night
Swimmers” o el homérico tour de force
de “Black Gold”. Pero está claro que
esos Foals de cátedra han quedado
relegados (en el inconsciente festivo de la masa etílica) a su más reciente
faceta dinamitera, porque solo “Inhaler”
y “What Went Down” callaron bocazas
parlanchinas y desataron fiebres. Un final volcánico para un show de tomar
apuntes.
Las
estrellas de la noche eran Foo Fighters,
y yo los dejé atrás hace mucho tiempo. Pero Dave Grohl siempre ha sido ese personaje del rock que perdura y
madura, el eterno y grandioso superviviente nirvánico. Y con sus temas bien
repasados (algunos los has escuchado cien veces aunque no sepas dónde ni
cuándo) te plantas frente al escenario esperando ver lo que realmente ves: una
apisonadora. Un coloso devastador que hace entrada con pie de hierro al son de
“Everlong” y “Monkey Wrench”, que desata una batalla atacando por los flancos y
sin pausas, que solo se permite el respiro del engaño en versiones ligeras (“Big Me”, “Skin and Bones”) para luego volver a disparar a quemarropa. “Puedo estar gritando toda la noche”
decía Grohl. Ya lo sé, hijo. La cuestión es: ¿cómo puedes estar gritando así
toda la vida? Cuando la evidencia se hace carne hay que rendirse a ella: Foo Fighters han creado un arsenal de
ingentes temas, una fábrica de adrenalina, y “Learn to Fly”, “The Pretender”,
“Times Like This”, “Congregation”,
“All My Life” o “My Hero” no pueden más que desfilar orgullosas por el tomado campo
de batalla. A Dave siempre lo quise (qué le vamos a hacer, siempre me enamoro
de los feos) y desde ahora siempre lo querré.
La noche
termina con las esperanzas puestas en unos Kurt
Vile & The Violators que prometen (apertura inmejorable con “Jesus Fever”) pero resultan fríos, que
suenan bárbaros pero se demoran en la languidez, que dejan la chicha para el
final pero seccionan “Pretty Pimpin´”
justo en lo mejor. Y que por fin se arrancan con una “Freak Train” que gozamos a medias, solo en plena retirada y con la
fe harto mermada.
El
viernes es el día grande aunque al final se convierte en el día triste. Empieza
más grande de lo previsto porque Aurora
& The Betrayers se han colado en el escenario KOKO en lugar de Peter,
Björn & John. Y no hay sol ardiente que pare a esta mujer, pura energía y
voz, puro estilo y buen gusto. Otro ciclón escénico. Y lo mejor es que es
nuestra, patrimonio nacional, made in Spain. Debemos estar orgullosos de ella y
reservarle desde ya un hueco en nuestra fosca Historia. Y hablando de estilo y
buen gusto, Spoon también andan
sobrados. Leo en alguna parte que alguien los nombró “la mejor banda del mundo
en los 2000s”. No puedo rebatirlo. Como diría un buen amigo, son tan buenos que
dan miedo. Vienen con nuevo disco bajo el brazo, pero sus nuevas canciones se
alían con las anteriores o con las antiguas en un engranaje ecléctico, recio,
sólido. Muy americano. A veces muy funky. A veces muy chulesco. Me
gustan las nuevas (“Do I Have to Talk You
Into It” y “Hot Thoughs”). Me
enganchan las anteriores (“Rent I Pay”
y “Do You”). Me chiflan las
anteriores a las anteriores (“Don´t You
Evah”, “The Underdog” y “My Mathematical Mind”). Me apunto para siempre a esta banda,
caminando a paso firme y en silencio hacia el Olimpo. Y después llega ese al
que nunca hemos visto, que sabemos que existe porque nos lo juran, que lleva
más de una década sin pisar España. Llega Ryan
Adams y su concierto se anuncia con la prohibición de disparar flashes, y
entonces afirmamos: es él. Dejando a un lado el personaje, es de justos
reconocer el valor de su legado artístico (vasto, vastísimo), repertorio que
podría hacer sombra al de Bruce Springsteen si uno y otro no fueran como son. “Do You Still Love Me?” arranca una
actuación que se antoja histórica aunque finalmente solo acabe siendo notable.
Porque si todo hubiera sido como “To Be
Young” y “Shakedown on 9th Street”,
eso sí que hubiera sido memorable. Pero Adams es un músico de matices, y todos
ellos aparecen en su recital: garage rock, soul, folk, hasta exhibiciones de
improvisación jazz. También es una inagotable fuente de grandes composiciones,
pues tan soberbia es la reciente “Anything
I Say to You Now” como la reconocida “New
York, New York”. Se va dejando un ilustrativo muestrario de su todo entero.
Y solo Dios sabe cuándo será la próxima.
Decido
perderme a Green Day porque el mecanismo del remembering tiene un límite (aunque asisto de reojo al show circense
de “Hitchin´a Ride”), y me lanzo a
descubrir qué puede ofrecer Benjamin
Booker en directo. Tengo puestas mis más grandes esperanzas en este joven
músico negro, porque amo a los músicos negros, pues solo me dan alegrías. Pero
lo que veo es solo ejecución y muy poco espectáculo. Espero un loco despliegue
de energía y color, de expresión y alma, y solo veo cuatro músicos tocando en
la noche. Nada más. Me voy un rato después de “Believe” y regreso luego para degustar “Witness”. Y el concierto queda encallado y perdido en los pliegues
de la memoria.
Pero que no decaiga el ánimo, amigos, que lo vamos a flipar con Matt Schultz (eso me dicen). En efecto,
Cage The Elephant son la bomba. Y su
cantante-saltimbanqui-contorsionista es digno de grabar un video. Su apoteósica
entrada en escena con “Cry Baby” es
solo el anuncio sonado de una hora de intensidad catalítica, de melodías que
nos retrotraen a los mejores tiempos del british
más salvaje, de flashes de los Who, de desenfrenadas carreras visuales hacia
ese tío con colores del Athletic de Bilbao que canta, salta y se contorsiona
como si no hubiera mañana. Ni el colapso de una torre de sonido durante algunos
minutos empaña tal vomitona de carácter ni el entrañable estribillo de “Whole Wide World” (original de Wreckless
Eric). Doy fe de que “In Our Ear”, “Spiderhead”, “Mess Around” o “Teeth”
resucitan a los muertos. Y al oído me chivan que estos tíos han teloneado a Foo
Fighters y que hasta Dave Grohl ha tocado con ellos. Vamos si me lo creo. Después
de algo así nada puede mantener el nivel: ni el desenlace de Green Day ni la
promesa de unos esperadísimos Slowdive
(que luego decidieron no comparecer en un honrado gesto de máximo respeto).
Y
platos fuertes para el sábado, precedidos por un artista, Xavier Rudd, del que habíamos leído mucha mitología: su estilo de
vida, su ancho idealismo, su virtuosismo instrumental. Y qué rato tan especial,
cuánta alegría y ternura, cuánto amor a espuertas y cuánta calidad. En formato
trío, el australiano demostró que es un fiel apéndice de los grandes nombres
del reggae, un Bob Marley de piel blanca y pelo rubio convencido de lo que hace
y dice. Nuevos himnos rastafaris como “Creacient”
o “Flag” que se te pegan a la piel y
te acunan días y días, y que bien pueden acabar en una rave party inesperada a golpe de didgeridoo, sí, ese palitroque
ancestral al que Xavier sabe sacar todo su jugo. Pero no todo es reggae y
tradición; la fantástica “Bow Down” desprende
mucha electricidad y “Follow The Sun”
se celebra como un himno folk campestre a la vera de un río en una excursión de
scouts. Lo dicho: qué rato tan especial.
Como especiales son Wilco, sea donde sea, sea cuando sea,
toquen lo que toquen. Siempre da gusto verlos, y cuanto más los ves más los
admiras, más ganas te dan de llevártelos a casa en la mochila (al nuevo Jeff Tweedy con sus trenzas de
Pocahontas me lo hubiera llevado sin dudar). Porque hay algo en ellos que huele
bien, que sabe auténtico, que rezuma sabiduría y también honestidad. Hay algo
en ellos que muy pocas bandas tienen y pocas bandas pueden llegar tan hondo
como ellos. De las grandes “I
Am Trying to Break Your Heart”, “War
on War”, “Heavy Metal Drummer” o
“I´m The Man Who Loves You” poco hay
ya que recalcar. Anticipábamos,
y así fue, que sus nuevos himnos lo-fi ganarían kilos en directo, y preveíamos
un momento de gloria para Glen Kotche
(“Via Chicago”) o para Nels Cline (“Imposible Germany”) en el sempiterno uno para todos y todos para
uno. No sabíamos que también habría espacio para Billy Bragg (“California Stars”), pero no se puede
estar en todo. Porque por más que los hayas estudiado siempre hay un detalle
que se escapa, que no ves o que te pierdes. Por eso hace falta que sigan
adelante; para poder disfrutarlos muchas veces más. Y aprender. Jóvenes músicos
del mundo: mirad a Wilco y aprended.
Y ya de paso, jóvenes músicos del mundo: mirad a Manic Street Preachers y aprended también. Que ni los años ni los
baches ni las modas puedan con vosotros. Que la convicción os marque el camino
y la perseverancia os lleve hasta el final. Hace 16 años que no veía a los
Manic. Entonces estaban en auge, eran tremendos, eran los Manic del “todo debe continuar”. 16 años después
siguen siendo tremendos. Con los posos y los callos de la madurez son incluso
más grandes, atemporales y extrañamente familiares, y ya se encargan de dejarlo
claro desde el minuto uno, blandiendo “Motorcycle
Emptiness” como su más simbólica bandera. Solo un par de nuevas canciones
inmersas en una plantación de recuerdos imborrables (“Everything Must Go”, “You
Stole The Sun from My Heart”, “If You
Tolerate This..”, “You Love Us”,
“Ocean Spray”, “Tsunami”, no faltó ni una), tocados con el vigor y la fuerza del
primer día. El final no podía ser otro que “A
Design for Life”; con ella terminaron hace 16 años, con ella terminan
ahora, el entusiasmo es inquebrantable y la emoción es la misma. Pura resistencia.
Y después de lo previo solo quedan los restos. Con esto no quiero ofender a Kings of Leon, pero ¿dónde están los
descendientes originales del abuelo León? Aquellos Followills de hace trece
años, con greñas y pintas de comunidad amish, los que tanto nos divirtieron en
el FIB 2004. Se los ha tragado la tierra. O las corrientes o las masas. Ahora
son cabezas de cartel. Y me aburren. Porque no se puede ser más sosaina que Caleb Followill, sus últimos discos son
un tostón, salen demasiado en los anuncios, me tengo que ir a “The Bucket”, “Fans”, “Knocked Up” o “Crawl” para que los pelos se me ericen
un poco, y tener enterrado y olvidado “Youth
& Young Manhood” (2003) es un crimen innombrable. Pero así es la vida y
así es la música. Y así son los festivales y así serán. Que vengan muchos más.