DCode Festival: el
festival ideal para los que ya nos vamos haciendo mayores. Todo concentrado en
un único día y cero caminatas entre escenarios. Además, dicen los asiduos que
esta vez hubo menos gente y más amplitud, lo cual se agradece. Así que a
disfrutar de los conciertos que nos interesan sin agobios y sin traumas. Y la
cosa se reduce a un trío: el Rey Beck, la Reina Anna y el Principito Jake. El
resto era puro trámite, ver esto y lo otro en busca de aventuras. Y entre los
tres pesos pesados tocaba lo siguiente: entusiasmarse con las dos últimas
canciones de los murcianos Perro,
bombásticos y energéticos a doble batería; asentir ante el electro-punk
ochentero de los vizcaínos Belako y
sus dos chicas salvajes (muy reivindicativos, con pancarta anti-fracking y
bandera palestina); aplaudir la gran ejecución del sota, caballo y rey roquero
de Band of Skulls, saboreando las
estupendas “You´re Not Pretty But You Got It Goin´On”, “I Know What I
Am” o “Hoochie Coochie” a la agradecida
sombra; aguantar el chaparrón dulzarrón de Bombay
Bicycle Club por no abandonar la citada sombra y sucumbir accidentalmente a
temas como “It´s Alright Now”, “Lights Out, Words Gone” o “How
Can You Swallow So Much Sleep” (para luego olvidarlos en un tris); hartarse
de Royal Blood a la segunda canción
sin dejar de pensar qué demonios aportan de genio o novedad; sufrir en la
lejanía la planicie sonora de una Russian
Red que ya no se sabe si va de ángel o demonio.
Pero vayamos al
turrón, empezando por Anna Calvi.
Esta mujer es una diva. Y no porque sea rubia, guapa y elegante (que también),
sino porque es un as de las seis cuerdas, tiene voz para llamar a filas y sus
canciones rozan la maldita perfección. Si me hubiera permitido montarle el
setlist no me hubiera hecho más feliz. Su impecable (y venerado) disco de debú
sonó generosamente y las contadas concesiones a “One Breath” (2013) fueron acertadas (“Eliza”, “Cry”, “Love of My Life”), amén de su
extrañísima versión de “Wolf Like Me” de TV on the Radio. Especiales fueron los momentos vividos con una
inicial “Suzanne & I”
reinterpretada en clave mística y los aquelarres guitarreros a lo Hendrix de “Rider To The Sea” y “Love Won´t Be Leaving”. ¿Y de postre? De
postre quedaba “Jezebel”, culminando
la fruición, el deleite y una sensación de satisfacción absoluta. Sin
contemplaciones, rotunda e incontestable. Un diez.
Luego llegó Jake Bugg y empezaron las cavilaciones.
Lo de este tipo es digno de minucioso estudio musicológico. ¿Saben sus más
jovencitos y devotísimos seguidores de dónde viene esta música? ¿Por qué los
menores de treinta enloquecen con sus temas más pop mientras que los que
subimos la media de edad preferimos su filón country y blues? ¿Es esto otra
prueba más del renacimiento de lo vintage? ¿Alguien sabe qué significa vintage?
¿Es compatible lo vintage con esos teléfonos móviles que llevamos en el
bolsillo? Pues no, este muchacho no es moderno, su música es más vieja que
Carracuca. Y sin embargo, aquí está y está para triunfar. ¿Por qué? Qué gran
enigma, qué contradicción generacional y qué alegría a la vez. Da gusto ver a
un chiquillo sacando de su tumba la Historia con mayúsculas de la música
popular. Y de repente oigo a un listillo que grita “Jake, eres el puto amo”. No, querido, los putos amos se murieron
muchos años antes de que tú nacieras. Este es en todo caso un lacayo, un heraldo,
un hijo con memoria histórica. Qué narices, un nieto. Un nietecito que lo hace
francamente bien, que riffea antes de cada canción para que todo esté en su
punto, un portento escrupuloso que no se sale nunca del guión. Y quizá ese sea
su único hándicap: el estatismo, la extremada sobriedad y una ausencia de
artificio que te lleva a cerrar los ojos y pensar que estás escuchando sus
discos cómodamente en casa. Ellos se quedan con “Seen It All”, “Messed Up Kids”
o “Slumville Sunrise”. Yo me quedo
con “Trouble Town”, “Ballad of Mr. Jones” o esa que nos va
como anillo al dedo: “There´s a Beast and
We All Feed It”. En efecto, una lozana bestia a la que todos dimos el
sábado de comer.
Y luego llegó Beck. Y con Beck nunca sabes lo que te vas a encontrar, máxime cuando hace
siete años que no pisa por aquí y su último disco es ligero como una pluma. Bien,
la idea era dejarnos sorprender. Y vaya sorpresón. Presentación en escena con
sexteto de lujo, en plan apisonadora, enlazando “Devil´s Haircut”, “Black
Tambourine” y “Loser”. Y claro,
con un comienzo así ya tienes al público en el bolsillo. A los que vivimos la
adolescencia con los discos de este tipo como banda sonora nos bastan estos
tres temas para renovar automáticamente nuestros votos a su favor. Sin embargo,
los tiempos han cambiado; antes de alcanzar la mayoría de edad nos partíamos
oyendo eso de “soy un perdedor, ¿por qué no me matas?”; con la madurez el mensaje
ya no tiene tanta gracia. Filosofía aparte, el regreso del geniecillo fue un
viaje fabuloso por su larga y surrealista carrera, con espacio para recuperar “Gamma Ray”, “Hell Yes”, “Qué Onda Güero”, “Think I´m In Love”, “Soul of
a Man”, “Lost Cause”, “Girl”,
“Timebomb”, “E-Pro” o “Sexx Laws”. Y
es que ¿cómo puede caber tanta música en un cuerpo tan pequeño? Sí, toneladas
de música, tanta y tanta que le sale hasta por las orejas. Por eso sus conciertos
son un sindiós tan diverso que ya no sabes si estás en los Monegros, en el
Contempopránea o en el Cultura Urbana. Canciones que no son lo que fueron ni lo
que parecen ser, abiertas a cualquier voltereta y puntuadas por los
improvisados alegatos de su bailongo y escurridizo MC.
También hubo
cuartelillo para ese “Morning Phase”
(2014) que ya pensábamos que se dejaba en la mochila, con “Blue Moon” y (¡oooh!) esas dos preciosidades que son “Waves” y “Waking Light” de corrido. Qué inesperado y gratificante regalo, qué
escalofriante y mágico momento: gracias, chato. Pero luego la fiesta siguió
hasta desembocar en una hilarante jauría eléctrica, con guitarras y
guitarristas por los suelos, y con el escenario del crimen perfectamente
acordonado por el detective Hansen (“Crime scene. Do not cross”). Pero aún
quedaba más: quedaba el desmadre “Where
It´s At”, auténtica jam session
aprovechada para remachar el amistoso pulso con el respetable, presentar a su
banda de cachondos (que incluía a clásicos como el bajista-espectáculo Justin Meldal-Johnsen o el gran Joey Waronker y su batería con más
tambores que la calle hellinera del Raval la noche de Jueves Santo), gustarse
haciendo guiños a mitos de la disco ochentera o el blues del delta, y sacar la
armónica para invertir el último resuello en un homenaje a la rústica de “One Foot In The Grave” (94). En fin, un
salvaje y gustoso cóctel de ingredientes (música, arte visual, danza, arenga y teatrillo)
para trenzar un espectáculo que nos engulló de un bocado como un tiburón
hambriento. Después de esto era tontería continuar. Mejor irse a dormir con el
memorable regustillo.
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