19 septiembre 2024

REPORTAJES

MARK LANEGAN: “CANTAR HACIA ATRÁS Y LLORAR”/”EL DIABLO EN COMA” 

La noticia de la muerte de Mark Lanegan hace un par de años nos dejó en shock. Nos habíamos acostumbrado a recibir sus nuevos discos periódicamente, a desmenuzarlos recreándonos en una voz que se había convertido en un ítem balsámico para la vida. No habíamos abandonado el sueño de poder verlo de nuevo en vivo con su increíble banda, en formato protagonista, y no como simple colaborador. ¿Lanegan se ha ido? Imposible. ¿Por qué? 

Sabíamos que había salido de aquel infierno en el que vivió durante muchos años, enganchado a las drogas y los problemas, embutido en una etiqueta de músico enfermo y conflictivo que se había ganado a pulso. Pero aquello era el pasado. Desde hacía bastante tiempo vivía en un nuevo presente, no exento de traumas y dudas, pero nada remotamente parecido a lo anterior. En ese presente nos iba enamorando más y más con su prolífica y regular creación, cada álbum más hermoso e ingenioso que el anterior. Se había empeñado en dejar de ser un monstruo para volcarse en su verdadera pasión y su auténtico don, y estaba cumpliendo con creces. Cuando la vida se le había enderezado un poco, habiendo alcanzado el camino artístico deseado, recién mudado a la tranquila Irlanda, el COVID-19 lo cazó. El puto virus chino se propuso hacer un sucio trabajo: el que no habían conseguido el alcohol, la violencia, la depresión, la heroína, el crack y otros muchos enemigos. Y lo hizo, vaya que sí. O al menos le arrojó la primera piedra. Una injusticia. El mundo lloró una pérdida inesperada. En medio del estupor y la tristeza, decidimos que ya no podíamos volver a escuchar esa voz que tanto nos había inspirado. Guardamos sus discos en la vitrina de los inmortales y echamos el candado. 

Un año después supimos de la publicación en castellano de sus dos últimos libros: “Sing Backwards and Weep” (2020) y “Devil In a Coma” (2021). Todavía en medio de la negación y con un deje de melancolía, los compramos. Ambos se quedaron en el estante de lecturas pendientes a la espera. No nos atrevíamos con ellos. Nos miraban desde su balda desafiantes y palpitantes, pero aquello era demasiado. Sabíamos que la memoria y postreros días de Lanegan nos iban a destrozar, que sus palabras nos iban a machacar. No era el momento. Ya llegaría. 

Y ese momento llegó hace poco. Y decidimos empezar por el final, por “El Diablo en Coma”, esa obrita tan breve como capital, el libro que el músico aún tuvo ganas de escribir para recopilar las ingratas experiencias y oscuros pensamientos en sus más crudos días de enfermedad. Una agónica sinfonía de ideas que, alternando la prosa y el verso, muestra la desesperación y rabia de un alma frente al abismo. En sus últimos coletazos, el poeta maldito nos relataba su impotencia frente a la invalidez y sus sueños cataclísmicos, llevando la mente puntualmente a ese pasado que siempre le pasó factura, esclavo de un remordimiento perpetuo. En un acto heroico donde los haya, Lanegan nos dejaba un regalo más, retorciéndose como un pez en el anzuelo, resistiéndose a marchar sin decir la última palabra. Este pequeño compendio se ha convertido por derecho propio en un tesoro de valor incalculable; no solo es el suspiro final de un artista que peleó durísimo para lidiar con la puñetera vida, sino también el testimonio del estrago de la odiosa pandemia desde un punto intermedio entre el más acá y el más allá. Una píldora muy amarga. Un hachazo directo al corazón. 

Pero, en su vibrante impulso creativo, Lanegan ya había dejado otro documento de armas tomar: “Cantar Hacia Atrás y Llorar” (2020), su libro de memorias. El título proviene de la letra de “Fix”, una de las canciones de su álbum “Field Songs” (2002). Y es un título acertado, porque la vida de este tipo cantada hacia atrás es para echarse a llorar. Él mismo lo sabía. Por eso se comparaba habitualmente con el diablo, con un animal, con un perdedor o un infame, porque era consciente de haberlo sido, y en el examen de conciencia y el reconocimiento de los propios pecados está la absolución. Estas memorias, escritas con una sinceridad y detallismo brutales, dibujan los diez duros años que vivió en la ciudad de Seattle. La historia abarca desde su desdichada infancia hasta el momento de la inflexión, esto es, su proceso de desintoxicación tras llegar al auténtico fondo del agujero más negro jamás visto. Este no es otro típico relato del mítico “rock & roll way of life”; es la trágica historia de un hombre con mala suerte desde el minuto cero de su vida. Madre sádica y maltratadora, padre alcohólico, infancia infeliz y disfuncional, ambiente opresivo y ultraconservador, entumecimiento mental, falta de estímulo, todo eso hizo mella en el carácter de un chico de la América profunda enredado en una espiral autodestructiva. La música era el único salvoconducto para poder huir, y eso fueron precisamente Screaming Trees: un paquete de viaje para escapar del odioso mundo del día a día. No hay artista que haya aborrecido más a la banda que lo dio a conocer. Lanegan jamás se ha cortado a la hora de confesar su descontento dentro del proyecto, pero en estas páginas lo deja absolutamente cristalino. Los Trees eran una especie de trabajo vacío e insatisfactorio. Y aun así publicaron siete discos y giraron en bastantes ocasiones. Giras que en algunos momentos llegaron a ser un tormento para su vocalista, obsesionado por no poder encontrar en destino lo que tanto necesitaba para funcionar: un buen chute de lo que fuera. 

Estamos ante una autobiografía incompleta; el autor se centró en el verdadero quid de su viaje por el Hades, el periodo de su existencia más penoso y grotesco, mostrando una foto escalofriante del Seattle más inmundo en los 90. Sus manías, adicciones, conflictos y contradicciones. Su facilidad para estar en el lugar más chungo en el momento menos adecuado. Su descontento y descontrol, su pronto sanguinario y su falta de decoro. Tropezar una y otra vez en la misma piedra. Él lo expele todo sin arrepentimiento impostado, simplemente como narrador de un cuento de terror que debe airearse para no repetirse. Esto es lo que hay. Y es muy de elogiar que no le diera vergüenza retratarse como un auténtico despojo humano; porque hay que reconocer que lo fue, a veces por culpa de los demás, casi siempre por la suya propia. Los últimos capítulos de la obra lo muestran en el más terrible escalón de la dependencia toxicológica y la descomposición física y mental, enfangado hasta el cuello en la más sórdida nada. Sin techo, herido, desnutrido, mendigando y robando para poder consumir, perseguido por fantasmas, autoridades y acreedores, al borde de la locura como poco y de la muerte como máximo. Afortunadamente para él y para todos, consiguió esquivar la sombra del cuervo en la recta final. Y lo consiguió gracias a la bondad de la persona más sorprendente e insospechada. 

El libro también narra sus experiencias como inquilino poco modélico del mundo del rock. Habla con gratitud de su amistad con gente como Dylan Carlson, Mike McCready, Layne Staley o Josh Homme, de su admiración y acercamiento a ídolos como Jeffrey Lee Pierce o Johnny Cash. Especialmente entrañable resulta su cercana relación con Kurt Cobain, y el papel circunstancial de culpabilidad que le tocó asumir tras su pérdida. Están los relatos de la tortura que suponía grabar un disco con Screaming Trees, y su arduo trabajo autodidacta cuando quiso emprender la aventura en solitario. Por supuesto, hay anécdotas de giras y conciertos que resultan trágicas, pero también las hay muy cómicas. Entre la tragedia y la comedia está esa gira que los unió a los recién encumbrados Oasis, su toma y daca con un Liam Gallagher que se dedicó a tocarle las pelotas reiteradamente. ¿Sabía con quién se la estaba jugando? Probablemente no, y se libró por poco de lo que siempre se ha merecido: que alguien le parta la cara en tres. 

Como ya he dicho, esta es una biografía incompleta. De nuevo limpio de miseria, Lanegan empezaba otro verso de su epopeya. ¿Qué ocurrió después? No tendremos segundo volumen para saberlo, pero hay múltiples piezas que permiten hilvanar el puzle, al menos en lo que a la música se refiere. Lo que realmente quería Mark en términos artísticos era expresarse en su propia frecuencia. Admiraba a músicos como Nick Drake, Tim Buckley, Tim Hardin o Nick Cave, y ellos le mostraron la senda por la que discurrir. Los primeros discos bajo su propio nombre, con la forma de experimentos de novel, mostraban una sensibilidad marcada por la ingravidez existencial de un ser ahogado en la desgracia y enfadado con el mundo. Pero su oído privilegiado y buen gusto musical le fueron aportando los ingredientes para cocinar a fuego lento ese catálogo increíble e intachable que nos ha dejado como recuerdo. Su interés por estilos diferentes (post-punk, new wave, electrónica, krautrock), alejados de los cánones del sonido americano de siempre (R&R, blues, country, folk), lo llevaron a convertirse en uno de los mejores intérpretes y letristas de su generación, volcando su vastísima cultura y tacto especial en una serie de álbumes antológicos. Quizá “Bubblegum” (2004) fuera el pistoletazo de salida a su periplo de gloria, tras formar brillante sociedad con el músico y productor Alain Johannes. Luego llegaron “Blues Funeral” (2012), el disco de versiones “Imitations” (2013), “Phantom Radio” (2014), “Gargoyle” (2017), “Somebody´s Knocking” (2019) y “Straight Songs of Sorrow” (2020). Este último, publicado a la vez que su libro de memorias, supone una deliberada adenda al mismo, cerrando algún que otro círculo abierto. Entretanto, su legado se veía salpicado por incontables trabajos corporativos (Queens of The Stone Age, Isobel Campbell, Soulsavers, Greg Dulli, John Cale, Duke Garwood, etc, etc). Todos querían tenerlo entre sus filas. Por algo sería. Como él mismo solía decir, con un fino citerio y ningún egoísmo, cooperar es la mejor manera de aprender. 

La historia nunca fue bonita, pero es una lástima que acabara tan pronto. Existe la intuición de que este hombre aún tenía mucho que ofrecer. Porque, aunque siempre anduviera entre el sí y el no, con sus alergias duramente contenidas a los medios y al oficio, en eterno conflicto con la fea imagen de sí mismo, la música era la verdadera droga de la que no podía desengancharse. Y la persona que al principio nos intimidaba y repelía, al final consiguió emocionarnos intensamente. Y el lobo que durante mucho tiempo nos daba miedo, ahora lo único que nos causa es una honda y dolorosa pena. Descanse en paz.  

“Y el sufrimiento que padezco

Y todo el dolor que he causado

Algún día serán mi lamentable final

Así que pido disculpas ahora

 

Y aunque he fallado muchas veces

Y volveré a hacerlo

Dios conoce mi lado bueno”

(extracto del poema “La parte más oscura”- “Devil in a Coma”)


15 septiembre 2024

CONCIERTOS

THE PSYCHEDELIC FURS. Madrid. Sala La Paqui. 13-09-2024. 

Las pieles psicodélicas eran una asignatura pendiente. Quizá una de las bandas culpables del amor caníbal por el post-punk que se nos desató allá por los 90. No obstante, “Pretty in Pink”, “Heaven” y “A Ghost in You” estaban en aquellos recopilatorios que alguien me grabó alguna vez, prometiéndome el descubrimiento del nuevo mundo. Así fue. Esas canciones me machacaron el cerebro y los Furs se convirtieron en grupo obligatorio en conversaciones y fiestas ochenteras. Habíamos tenido otras ocasiones de verlos en vivo, pero todas se frustraron por unas u otras razones. Era el grupo gafe por excelencia. Hasta el viernes. Nos quitamos la espina, aunque quizá en uno de los escenarios menos afortunados. Con todo el papel vendido y un estado de forma excelente, con la sorprendente presencia de Richard Fortus (sí, el mismísimo guitarrista de Guns´n´Roses), la sala que les tocó era demasiado poco para algo de tanto peso. Así que sus enormes canciones se quedaron en mitad de potencial y no precisamente por su culpa; ellos lo dieron todo, clavaron hasta el último tempo y acorde, pero la acústica del lugar, la cháchara de los típicos charlatanes y la impotencia de los chicos de la mesa de sonido restaron brío y emoción a un show que en otras condiciones lo habría petado a lo bestia. 

Pero bueno, ahí están los hermanos Butler, resistiendo, atrapando al vuelo con fruición cada vapor de juventud que aún se mueva en el ambiente. La voz de Richard rotunda y categórica, como de costumbre, contándonos la historia de lo que está cantando a través de su danza singular. La presencia de Tim, majestuosa, marcando el compás de unos temas que en profundidad no son nada fáciles. Y alrededor de ellos un equipo de figurones; el ya mencionado Fortus, deslumbrando en su alterne guitarra-cello eléctrico; el superclase Rich Good a la guitarra; la elegante Amanda Kramer a los teclados; y el imbatible batería Zach Alford, poseedor de un currículum vitae de vértigo. 

Evidentemente, la gente esperaba los clásicos fetén, y no faltaron demasiados (quizá solo “Sister Europe”). Por supuesto que los momentos más celebrados del set fueron la dupla “A Ghost in You”-“All That Money Wants” en los inicios, la preciosa “Love My Way” en el ecuador, o el deleitoso encadenamiento de “President Gas”, “Pretty in Pink”, “Mr. Jones”, “Heartbreak Beat” y “Heaven” en los finales. Pero también resultó un placer rescatar algunas gemas perdidas como “So Run Down”, “Only You and Me”, “No Easy Street” o “Pulse”. Del último trabajo “Made of Rain” (2020) solo hubo un par, menos celebradas en general. Seamos lógicos: “The Boy That Invented Rock & Roll” y “Wrong Train” son dos temazos, pero a la gente le gustan las rentas. Porque con rentas como las de estos tipos uno puede vivir holgadamente toda la vida sabiendo que ha hecho historia. 

Setlist: “The Boy That Invented Rock & Roll”, “So Run Down”, “The Ghost In You”, “All That Money Wants”, “Only You and I”, “Wrong Train”, “Love My Way”, “All of The Law”, “No Easy Street”, “President Gas”, “Pretty in Pink”, “Mr. Jones”, “Heartbreak Beat”, “Heaven”// “Pulse”, “Forever Now”. 

20 julio 2024

CONCIERTOS

MOGWAI. Bolonia. Sequoie Music Park. 15-07-2024.

A raíz del pasado Big City Festival de Glasgow surge por casualidad una excitante oportunidad: la de viajar a la preciosa Bolonia y, de paso, volver a meternos en la boca del volcán. Si ellos me dicen ven, lo dejo todo. El grado de respeto profesado y el de satisfacción obtenida es tan alto que resulta imposible desperdiciar la ocasión de volver a saludar a nuestros amigos. Y si es en un entorno tan magnífico como el Sequoie Music Park boloñés, con ellos como únicos protagonistas del lunes, tanto que mejor. Porque Mogwai es una banda fácil de seguir por el mundo; puedes encontrar el lugar recoleto y especial para disfrutarlos (dos días antes habían tocado en el Valle de los Templos de Agrigento, en Sicilia). Siempre puedes pillar entradas si estás atento, y no tendrás que sudar ni darte de tortas con nadie para verlos decentemente. A menudo hallarás un público fiel que los conoce bien o un público expectante en busca de la constatación del pandemónium sónico. Es más que seguro que ese público cerrará la boca en el primer compás, entrará en trance y se rendirá a sus pies. No habrá palabras, quizá solo un “fucking amazing” (si estamos en Glasgow) o un “grandi e bravissimi” (si estamos en Italia). Y lo más asombroso de todo: no será el mismo concierto que has visto otras veces. Sonarán otros temas, eso seguro. Sonarán algunos de los de siempre, desde luego, pero con otro telón cromático y otra tormenta de luz no apta para epilépticos. 

La curiosidad era poder verlos sin una de sus piezas clave. Este año Barry Burns no viaja; solo apareció (como ya contamos) en la cita en su ciudad. En su lugar está Maria Sappho, pianista excelente, encargada de las teclas, coros y vocoder, y su intachable aportación le da a temas como “I´m Jim Morrison, I´m Dead”, “I Know You Are But What Am I?”, “Dry Fantasy”, “Summer” o “Ritchie Sacramento” la entidad original. El Young Team tiene banquillo de sobra. A Barry solo se le echa de menos cuando suena “Hunted by a Freak”, que Maria defiende con honor, pero que es un tema que llama a gritos a su autor. Y resulta increíble que la apisonadora ni siquiera se resienta en formato cuarteto. Suenan “Rano Pano” y “Drive the Nail”, rugiendo incandescentes aún con una guitarra de menos. Cierran el cuerpo del set unidas “Like Herod” y “Old Poisons”, hirviendo, estremeciendo y despertando el instintivo gesto de llevarse las manos a las orejas. Lo dicho: una guitarra menos, pero ni pizca de brecha. Como quiera que lo hagan, es un misterio. Quizá sea simplemente la magia de la varita por la que están tocados o la pericia de saber sacar petróleo de sus instrumentos. Vuelven a ser fuego y neutrones. 

Mogwai Fear Satan” cierra de nuevo la partida, con la clásica manifestación de ritmo y repetición, quebrado por ese interludio en el que nadie chista ni pestañea, con todos (hasta Dominic, Martin y Alex) pendientes de la mirada de Stuart, su paso adelante, la pisada y la explosión. Cuando finalmente se van, te quedas medio huérfano, expelido a la fuerza del vórtice. Sales como puedes de ese estado de inmersión profunda, y de ese sueño que empezó en la primera canción (sea cual sea), con el bajo golpeándote el estómago y las guitarras haciéndote cosquillas en la nuca. Te cuesta asentarte de nuevo en la realidad, volver a oír el canto de los grillos y caminar en línea recta. Y cuando ya estás volviendo a ser de nuevo una persona, lo único que piensas es: quiero más.  

Pero ahora habrá que parar un poco y tener paciencia. Llega el tiempo de mezclar y fabricar su nuevo álbum de estudio, el undécimo, que posiblemente no vea la luz hasta 2025. No ha trascendido gran cosa, salvo que John Congleton está a los mandos. Qué ganas de escucharlo. 

Setlist: “I´m Jim Morrison, I´m Dead”, “Kids Will Be Skeletons”, “Take Me Somewhere Nice”, “Rano Pano”, “Drive the Nail”, “I Know You Are But What Am I?”, “Dry Fantasy”, “Hunted by a Freak”, “Summer”, “Like Herod”, “Old Poisons”//”Ritchie Sacramento”, “Mogwai Fear Satan”. 

CONCIERTOS

PEARL JAM. Madrid. Mad Cool. 11-07-2024. 

Hace poco, quizá como preparación inconsciente a la cita en Madrid, nos empapamos del libro “Not for You. Pearl Jam, vivir en presente”. Escrito por Ronen Givony, periodista y fan confeso, retrata a la banda desde el punto de vista de sus giras, su evolución compositiva y su papel en el entorno sociopolítico. No obstante, este tipo puede presumir de haberlos disfrutado 57 veces, amén de haber leído, visto y oído todos los artículos, bootlegs, videos de YouTube y demás documentos campantes por el mundo mediático. Es decir, que los conoce bien. Y a través de esos conocimientos nos abre la puerta a la intimidad de una banda a la que siempre hemos querido, que nos enseñó a dar los primeros pasos en nuestra lactancia roquera. Pueden extraerse varias conclusiones de este libro. La primera, que Pearl Jam son una bestia de directo, como vienen demostrando desde hace treinta años. La segunda, que sus discos nuevos ya no son tan decisivos, pero se agradece su resistencia a vivir de las rentas. La tercera, que es una banda que crea comunidad. Con millones de seguidores por todo el mundo, han sabido capturar a espectadores y admiradores de toda edad, ideología o condición. Y eso se nota cuando vives uno de sus shows. El público se convierte en una masa homogénea de cántico, ilusión y devoción. 

Pues bien, no fue menos en el Mad Cool. Eran el gran manjar del jueves (y del festival entero, vaya). Volvieron a las tablas después de haber cancelado citas en Londres y Berlín un par de semanas antes por cuestiones de salud. Ya veíamos que nos los perdíamos, pero no. Ahí estuvieron regios y explosivos, renacidos, y todo lo eficaces que se puede ser tras tantos años de experiencia. Sin embargo, no fue el show arriesgado que se deseaba, con esos temas que aparecen por sorpresa en el repertorio para albricia del más fan y desconcierto del menos. Todo estuvo sutilmente calibrado hacia la voluntad del satisfecho general. Porque no faltaron “Corduroy”, “Why Go”, “Small Town”, “Given to Fly”, “Daughter”, “Even Flow”, “Black”, “Porch”, “Better Man”, “Alive” o la populachera “Rockin´in the Free World” de Neil Young. Tampoco faltaron las del reciente “Dark Matter” (2024), del que quizá hubo demasiadas (nada menos que seis). Sí que se marcaron un tanto con el rescate de “Unthought Known” (del disco “Backspacer” de 2009), que teníamos completamente olvidada y agradó recordar. Pero quizá se echaron de menos algunos de esos temas menos habituales que van salpicando sus apariciones en giras mundiales de repertorios impredecibles, como “In my Tree”, “I Got ID”, “Satan´s Bed”, “Present Tense”, “Oceans”, “Of the Girl” o “I Am Mine”, por poner algunos ejemplos de nuestro muestrario favorito personal. Aún así, cumplieron, contentaron y triunfaron. No podía ser de otra manera. 

Porque es un verdadero placer ver tocar a esta gente. Músicos convencidos del poder salvador de lo que hacen (salvador para ellos y para nosotros), se dejan la piel en un espectáculo que coquetea con los clichés del gran rock de estadio sin caer en la purrela. Canciones auténticas interpretadas con una contundencia de mastodonte y una precisión de reloj suizo. Los solos vertiginosos de Mike McCready, la riqueza melódica de Stone Gossard, los ritmos poderosos de Jeff Amen y Matt Cameron, y cómo no, la presencia mesiánica de un Eddie Vedder que estuvo simpático y cariñoso, que se divirtió hasta el punto de la emoción, y que se dejó las amígdalas sin escatimar. 

Algunos momentos especiales fueron: “Daughter”, genialmente solapada con “W.M.A.”; “Even Flow”, con McCready subiéndose la guitarra a la chepa para clavar un solo antológico; “Black”, con su intensidad habitual, creando comunión; “Better Man”, dedicada nada menos que a Miguel Ríos; “Do the Evolution”, con su diseño visual apocalíptico. 

Pasado y presente del rock dándose la mano bajo un mismo nombre. 

Setlist: “Lukin”, “Corduroy”, “Why Go”, “Elderly Woman Behind the Counter in a Smaill Town”, “Given to Fly”, “Scared of Fear”, “React, Respond”, “Wreckage”, “Daughter”, “Dark Matter”, “Even Flow”, “Upper Hand”, “Unthought Known”, “Black”, “Running”, “Porch”//”Better Man”, “Do the Evolution”, “Alive”, “Rockin´in the Free World”, “Yellow Ledbetter”.  

06 julio 2024

CONCIERTOS

BIG CITY FESTIVAL. Glasgow. Queen´s Park. 29-06-2024. 

Que nos gustan los festivales, es un hecho. Que ya no encontramos festivales que nos llenen plenamente, es otro hecho. Que a Mogwai les gustan los festivales, es un hecho. Que también se sienten un poquito huérfanos de eventos con criterio, otro hecho (palabra de Stuart Braithwaite). ¿Solución? Do-it-yourself. Es decir, organiza tu propio festival. Y qué maravillosa idea, qué generosa iniciativa y qué afortunada oportunidad. Si tu banda favorita de toda la vida se pone en marcha, no puedes hacer otra cosa que seguirlos. Si te ofrecen un cóctel de música escogida y/o apadrinada por ellos mismos con un fin de fiesta en primera persona, cómo te vas a resistir. Me creo lo que me digan. Me lo creo con fe divina. En veintimuchos años nunca nos han fallado, así que no hay razón para dudar. Volemos a Escocia otra vez. Acudamos a los cantos de sirena del Young Team. 

Que tiene mucho mérito ponerse a organizar un festival a estas alturas de la vida, con todo lo que ello conlleva. Y aunque ya tengan experiencia en montar carteles interesantes (lo hicieron en el pasado para el ATP, por ejemplo), el equipo joven ya no es tan joven. Sin embargo, hay un mecanismo que los mueve automáticamente en su incansable cruzada: su amor desmesurado por la música. Es historia conocida que a menudo se camuflan entre las audiencias para degustar y disfrutar los conciertos de otros. También se ha hablado de las demenciales colecciones de discos que tienen en sus casas. Todo el mundo sabe que montaron su propio estudio de grabación-ensayo y su sello discográfico en Glasgow. Son unos supervivientes de la escena independiente de su ciudad, íntegros, alérgicos a las modas y a las interferencias artísticas. Así que, ¿por qué no? ¿Por qué no organizar un festival para animar, promover, alegrar y disfrutar? ¿Por qué no montar una fiesta invitando a un montón de amigos, pupilos, promesas y realidades? ¿Por qué no dar un poco de color a esa ciudad suya tan gris, pero tan intensa? Venga, vamos allá. Y de paso demos una oportunidad también a la literatura y la acción solidaria. Enorme aplauso para ellos. 

El cartel del Big City reunía un diverso elenco que, de un modo u otro, se da un largo abrazo con los propios procuradores. Fichajes del sello Rock Action Records (Sacred Paws, Kathryn Joseph, Cloth, Bdrmm), artistas de la familia (Elizabeth Elektra), colegas reconocidos (Slowdive, Beak>), apuestas personales (Goat Girl, Nadine Shah, Free Love) y mitos reverenciados (Michael Rother). Y por supuesto, los papás del evento cerrando una jornada que ofreció todo lo que prometía. De todo esto capturamos una parte, siendo imposible abarcarlo todo por razones logísticas o impedimentos fisiológicos. Pudimos asistir a unos cuantos temas de Kathryn Joseph, esa joya de la lírica pop escocesa, desplegando su pericia a las teclas y seduciendo con su intensidad vocal. Vimos a Elizabeth Elektra, esa figura misteriosa con voz de terciopelo, musa incomprendida del electro-pop, entonando a las tres de la tarde temas como “Broken Promises” o “The Dream”, y con su señor esposo (Mr. Braithwaite) acompañando a la guitarra. Viajamos hacia un tiempo en el que aún llevábamos chupete para rescatar las audaces creaciones de Neu!, de la mano del incombustible Michael Rother; dirigiendo la orquesta desde su atrio digital (Stuart se sumó a la fiesta en “E-Musik”, la pieza final), capturó a la audiencia con “Neuschnee”, “Isi”, “Hallogallo” o “Negativland”, demostrando que el krautrock tampoco se pasa de moda. Y si no que se lo digan a Beak>; del krautrock añejo beben sus discos, amén de otras influencias, como el rock psicodélico y el drum´n´bass. Geoff Barrow, Billy Fuller y Will Young conforman una imparable locomotora rítmica, suavizando la solemnidad de su música con ácidas dosis de humor (campaña electoral incluida). “The Seal”, “The Meader”, “Allé Sauvage” o la postrera “Wulfstan II” marcaron las cimas de su breve show, en el que no tuvo ya cabida (una pena, la ensayaron en la prueba de sonido) la genial “Blagdon Lake”. 

Si algo hemos de agradecer a Mogwai en concreto (aparte de todo lo demás), es que nos hayan descubierto a una artista como Nadine Shah. Con cinco álbumes grabados, la británica no es nueva en la escena pero, por causas desconocidas (e injustas), no ha sido debidamente empujada. Estamos ante una mujer brillante, excelente compositora e intérprete sideral, una lengua de fuego en el escenario, émula de grandes féminas como Patti Smith, PJ Harvey o Anna Calvi. Su forma de cantar (y las cosas que canta) impactan como un obús. Su magnetismo y energía en las tablas dejan sin aliento. “Fast Food”, “Fool” o “Greatest Dancer” son canciones de manifiesto. Que el mundo salga de la inopia y le dé el titular y la ovación que se merece. 

A continuación llegaban Slowdive, y sabiendo que iban a ofrecer lo mismo (o parecido) que en febrero, recibimos eso mismo con los brazos abiertos. De nuevo la magia de “Star Roving”, “Skin in the Game”, “Crazy for You”, “Sugar for The Pill”, “Slomo” o “When the Sun Hits”, trazadas con escuadra y cartabón, hipnóticas, magníficas. Sonido perfecto y envolvente en la Big City Tent, perfecto aperitivo de distorsión y nebulosa sonora para lo que viene seguidamente. Y lo que viene entonces es un aluvión de ítems, focos, cables y amplis titánicos que poco a poco van invadiendo el escenario. Es el arsenal de Mogwai, plato fuerte, y esos sintes y ese ampli Orange a mano izquierda nos revelan que sí, que hoy vamos a volver a ver a Barry trajinando, ausente en las últimas citas por cuestiones familiares. Y cuando vemos al propio Barry, a Martin, Dominic, Alex y Stuart esperando su turno, preparados, tranquilísimos, sabemos que se avecina algo grande. Épicos, rotundos, brutales, bestiales, apoteósicos, imperiales, grandiosos, majestuosos. Se han empleado muchos adjetivos para calificarlos, siempre hacia lo grandilocuente y sin medias tintas. Pero esos adjetivos ya se van agotando. Porque esta gente habita en una plataforma sin techo. Volvieron a demostrar su categoría, en otra exhibición de sonido prodigioso y luminotecnia fulgurante. Cuando piensas que ya no pueden ser mejores, dan otro paso más hacia el cielo. Cuando juras que hoy no sacarás el móvil, que hoy vivirás atentamente el momento, explota “To the Bin My Friend, Tonight We Vacate Earth”, empiezan a temblarte las piernas y ya estás con la mano en el bolso buscando el aparato: esto se merece un testimonio. Cuando crees que no te sorprenderán, porque has estado siguiendo los setlist que han manejado en sus últimos conciertos, arrancan los primeros acordes de “Tracy” (que no tocaban desde hace casi una década) o una “Every Country´s Sun” que ahora reinterpretan con piezas intercambiadas (Alex McKay a la guitarra solista y Barry a las teclas). Cuando apenas las esperas, relucen “Rano Pano”, “How to Be a Werewolf” y “We´re No Here”. Suena “Ritchie Sacramento” y te encuentras coreando “dissapear in the sun, all gone” junto a otras tantas almas arrebatadas (Ojo: coros en un concierto de una banda eminentemente instrumental). Y temas que has oído y/o visto mil veces en shows, grabaciones o videos varios (“I´m Jim Morrison, I´m Dead”, “Drive the Nail” o “Summer”) alcanzan una nueva cota, metros por encima de la anterior. Por supuesto, “Mogwai Fear Satan” se preveía el broche final y así fue. Su gran clásico, interpretado si cabe con más furia y pasión que nunca, brilló al rojo vivo. Y se fueron tan campantes, con el ojo puesto en el reloj porque al día siguiente había otra cita en Amberes (que dicen que también fue espectacular). Unos máquinas. 

Después de todo esto lo único que cabe es dar las gracias, por este festival selecto y pequeñito, lleno de propuestas estimulantes, lleno de gente sana y (cosa importante) absolutamente respetuosa con el arte. Gracias a Mogwai y a todos (bandas, artistas, voluntarios, currantes, fans) los que estuvieron allí. Ojalá esta entrañable Mogwaicon se convierta en una cita anual, como sus propios inventores sueñan y pretenden.

Fotos (por orden): Kathryn Joseph, Elizabeth Elektra, Michael Rother, Beak>, Nadine Shah, Slowdive, Mogwai.








03 julio 2024

REPORTAJES

MOGWAI: IF THE STARS HAD A SOUND 

“For this music can put a human being in a trance like state

And give us a sneaking feeling of existing

Cause music is bigger than words and wider than pictures

If someone said that Mogwai are the stars I would not object

If the stars had a sound it would sound like this”. 

¿Recordáis esto? Con estas palabras comenzaba “Mogwai Young Team” (97), primer álbum de los escoceses Mogwai. Era un sampler sacado de la lectura de un artículo periodístico escrito en los albores de su carrera. Lo atraparon y lo usaron como aderezo, no porque se lo tomaran en serio, sino porque les pareció tronchante. Así son ellos. Casi treinta años después de que alguien los comparara con las estrellas, podría constatarse que se han convertido en una hermosa galaxia. No estrellas de gambito, superventas y tontería, sino estrellas de la perseverancia y la humildad, del trabajo duro y el amor por su oficio, de la música como forma de vida y pensamiento. Son gente que sabe ser y estar dentro del mundillo en el que les ha tocado vivir. Gente fiel a sus principios, a sus amigos, a su ciudad, a su público y a sus ídolos. Gente que lucha para no tener que cancelar una gira por más que se tuerzan las cosas. Gente que cede sus propiedades y conocimientos a los que quieren emularlos y ser como ellos. Gente que apoya causas justas de forma discreta y generosa. Gente que valora y promociona el trabajo de sus compañeros de profesión. Gente que siempre sonríe, que se resta importancia, que se divierte. Gente que nunca vende su espíritu. Y es gente que, tras casi tres décadas de viaje, ya metidos todos ellos en la larga cuarentena (o en la cincuentena algunos), son capaces de remangarse y ponerse a organizar un festival en Glasgow. Pero esta es otra historia para otro artículo que presumiblemente vendrá a continuación. 

Un buen día los chicos de Mogwai recibieron un email de un tipo llamado Antony Crook. Era un fan que decía ser fotógrafo y ofrecía amablemente un ejemplo de su obra como inspiración visual para la banda. Hubo conexión. Hubo feeling. Y de esa audacia salió el artwork de un álbum tan magnífico como “Hardcore Will Never Die, But You Will” (2011), con aquellas bellas fotos de la ciudad del Clyde. La amistad y la colaboración continúa férrea hasta el punto en el que ambos, banda y artista visual, deciden hacer algo más trascendente juntos. Se planea grabar una exótica gira de presentación de “As The Love Continues” (2021) por las más salvajes tierras escocesas. El COVID contraataca, vuelven los encierros y la idea se va al garete. Pero no del todo. Porque cuando existe voluntad de emprender y ganas de crear, los obstáculos se salvan solos. Y entonces se pone en marcha el plan B, que no es otra cosa que un documental retrospectivo que marca una línea temporal y emocional, una visión de Mogwai a través de imágenes de archivo, testimonios de compañeros, colaboradores, artistas cercanos y fieles seguidores. El resultado es un impresionante collage de grandes y pequeños momentos, de grandes y pequeños sonidos, con la música de la banda susurrando o atronando, trazando una historia con un punto culminante y una moraleja. El punto culminante (hasta la fecha) quizá fuera su número 1 en los charts británicos en aquella loca última semana de febrero de 2021. Nadie les regaló ni les facilitó nada. Llegaron ahí caminando con sus propios pies, con la única promoción de un boca a boca concienzudo. No hubo campañas publicitarias fastuosas ni titulares de prensa rimbombantes. No hubo desfiles militares por las calles del Reino Unido. Solo hubo un deseo colectivo de ganar a los más fuertes, y esa colectividad de fans entregados y maravillosos (he conocido a algunos y sé que lo son) hizo realidad un hecho que ni Stuart, ni Barry, ni Dominic ni Martin habían siquiera soñado nunca. La moraleja a partir de aquí está más que clara: las semillas que vas sembrando forman un árbol que al final da sus frutos. Canción a canción, disco a disco, concierto a concierto, Mogwai han ido abonando el camino que les ha llevado a ser una de las bandas más respetadas a nivel internacional, con su vitola de infalibles y su leyenda de imperiosos. Mucha gente ha sido secuestrada por su música a lo largo de los años y ahora no puede salir de la red. Es música conectada con el interior, con los sentimientos, con las experiencias del día a día, música que duele o alivia según el caso. Y Antony Crook se hace eco sabiamente de esas versiones, de personas que viven sus vidas con la música de Mogwai como banda sonora. Porque la música de estos tipos tiene algo mágico y jamás caduca. 

Hay muchas opiniones y alegatos interesantes en la película, salvo de sus propios protagonistas. Ellos se mantienen al margen, tras el telón, y aunque son los que escriben y manejan la historia, esta vez la historia la cuentan otros. Sabia idea. No se pueden dar más detalles. No se puede hacer spoiler. El documental solo se ha mostrado de momento en Estados Unidos y Gran Bretaña. Probablemente en España ni se huela. Si queríamos tener un poquito más de Mogwai debíamos viajar a Escocia (otra vez), hacer ese esfuerzo para poderlo vivir en el Glasgow Film Theatre, en compañía del estupendo Stuart y su pequeño Prince, y del encantador director y su familia, y de todos esos corazones sinceros y expectantes que aman a esta banda tanto como nosotros. Mogwai son leyenda. Una leyenda modesta, sin ego, escondida, muy underground, pero inmensa. “If The Stars Had a Sound” es un documento precioso, brillante y honesto. Es una carta de amor de un verdadero fan y de un gran amigo. Un homenaje enormemente merecido.

27 mayo 2024

REPORTAJES

BESOS DE ALAMBRE DE ESPINO 

La historia de The Jesus and Mary Chain 

“Some said I was a freak, I am a freak

They said I was weak, I am a freak

They said I was incomplete, I am a freak, I am a freak” 

Estos son los versos iniciales de “Cracking Up”, tema que The Jesus and Mary Chain incluyeron en su LP “Munki” de 1998. Y es una estrofa que lleva en nuestras cabezas años, podría decirse retóricamente que siglos, echando mano de ella siempre que nos entra la vena revolucionaria. Porque en efecto, somos raros. No porque lo seamos en realidad, sino porque es un sambenito que nos han colgado los ignorantes, los planos mentales, los que se dejan llevar por la corriente de las masas. Si escuchas cierta música, eres raro. Si lees literatura europea del siglo XIX y XX, eres raro. Si te gusta el cine sin efectos especiales, eres raro. Si no vas a las fiestas de carnaval ni a la verbena del pueblo, eres raro. En fin, yo soy rara. “I am a freak”. A mucha honra. 

Y los hermanos Reid tampoco puede decirse que sean (o hayan sido) de lo más normalito. Ellos pusieron una pica en Flandes casi sin pretenderlo, entendiendo por pica su contundente sonido miasmático post-post-punk y por Flandes el panorama del rock británico en los ochenta. Eran raros porque no salían de su habitación, porque mientras todo el mundo hablaba de ellos, ellos se pasaban las horas muertas viendo la tele o inventando collages visuales caseros. Eran raros porque no se relacionaban normalmente con la gente, porque eran un pozo oscuro al que había que asomarse con tiento, porque la liaban parda a la mínima de cambio, y no porque fueran unos camorristas profesionales (solo bebedores profesionales), sino porque su espíritu introvertido y rotundamente freak los llevaba a esos extremos provocativos. Se subían al escenario y se transformaban en un volcán. Se ponían tan beodos que no controlaban el volumen, ni el efecto, ni la estrofa, ni el tempo ni el ambiente, de ahí que sus shows fueran al principio pequeñas reyertas de escasa media hora con gresca y daños colaterales. Ya lo contaba Bobby Gillespie en sus propias memorias; él, que asumió las baquetas del combo entre el 84 y el 86, narraba con humor aquellas batallas en las que había que esquivar botellas y puños volantes. Pensándolo ahora, da miedo. Pero aquellos eran otros tiempos y lugares. Era la época de la Thatcher, las crisis culturales, la desindustrialización y el paro, y de la búsqueda de nuevas formas de canalizar el descontento. Así los “Jesus Mari”, como siempre los hemos mentado cariñosamente, se encargaron de echar madera a la lumbre con unos primeros singles y un “Psychocandy” (85) que eran un puro desafío al recato sonoro y las buenas formas. Y el fuego prendió. 

Este libro narra la historia de la banda desde su génesis en East Kilbride a través de la exquisita pluma de la artista todoterreno y fanática musical Zöe Howe, apoyándose en las voces de sus protagonistas (excepto la de William Reid, que optó por tocar los huevos, como siempre). Y lo que a priori podría antojarse un relato oscuro y deprimente, a tenor de los hechos y el carácter marginal del grupo, deviene en una composición divertidísima, llena de citas clave, hilarantes confesiones y una luminosidad inédita. He aquí a los auténticos The Jesus and Mary Chain, que no son exactamente el cuadro gótico de tristeza, rictus mustios y pelos cardados que siempre los precedió. Evidentemente, el tiempo ha transcurrido, las adicciones se controlaron, las vidas se encarrilaron, y la madurez nuevamente aporta la calidad de visión retrospectiva y entonación del mea culpa eterno. Pero hay una cosa que nos choca y siempre nos chocará de esta banda, y ahí va la gran pregunta: ¿cómo es posible que haya logrado sobrevivir? De sobra es conocida (y más si lees este libro) la relación de amor-odio de Jim y William Reid, sus disputas, a veces ebrias, a veces estúpidas, sus choques de carrocería impulsivos y reiterados. Peleas constantes sobre las tablas, en los estudios, en los camerinos, en los bares. Quisieron matarse mutuamente en múltiples ocasiones, hablaron pestes el uno del otro en otras tantas, montando ese circo insoportable que gente como Douglas Hart, John Moore, Ben Lurie, Steve Monti o el propio Bobby Gillespie tuvieron que tragarse apretando los dientes. Se alejaron en ocasiones para respirar, y cuando parecía que nada ni nadie podría reflotar la nave, la fuerza magnética volvía a acercarlos para dar otro paso en forma de disco, homenaje o gira. Y ahí siguen: acaban de publicar un nuevo álbum, “Glasgow Eyes”, grabado en el Castle of Doom de Mogwai, y vuelven a lanzarse a la carretera. El sábado tocaron en el Tomavistas y los testigos cuentan que fue un show magnífico, potente, lapidario (la menda está coja y se lo perdió, ay), en el que no faltaron hitos como “Happy When It Rains”, “Head On”, “Sidewalking”, “Blues from a Gun” o “Reverence”. El flamante álbum tampoco defrauda. Sin perder su esencia, se trata del disco perfecto para contentar a los de siempre y ganar nuevos socios. Canciones como “Venal Joy”, “Mediterranean X Film”, “Discotheque” o “Chemical Animal” los muestran en un dulce momento creativo. Hasta se atreven a hacer un homenaje a las grandes bandas de los sesenta y setenta en “The Eagles and The Beatles”, o a The Velvet Underground en “Hey Lou Reid”. 

Pero lo que hay que agradecer a los Mary Chain, aparte de su empecinamiento musical, es la integridad que han mostrado a lo largo de toda su carrera. Nacieron en los márgenes de una industria que detestaban, y se han mantenido en ellos hasta la fecha, sin vender su alma al diablo dólar (o euro, o libra). Es cierto que pasaron por algunos aros evitables, como aquel Lollapalloza de 1992, pero ¿por qué cuando uno piensa en una banda estrictamente independiente siempre se acuerda de ellos? A artistas así, con su autenticidad y su obstinación, hay que amarlos sí o sí. En eso consiste ser un verdadero freak. 

Algunas citas interesantes: 

Queremos triunfar, pero queremos hacerlo a nuestra manera” Jim Reid a Picture Disc, 1985 

La reacción a nuestra forma de ser era instantánea. La gente quería matarnos o echarnos del escenario. Eso sí: no había hipocresíaDouglas Hart 

Eran auténticos frikis, sin mucha vida social. Bichos raros, como yo. Eran chavales de rock´n´roll, básicamenteBobby Gillespie sobre The Jesus and Mary Chain 

“Jim es la estrella del rock. Yo soy más de batín y zapatillasWilliam Reid a Adam Sweeting para la revista Q 

<Estrella del pop> no es más que un sinónimo de <montón de mierda>Jim Reid 

En un par de ocasiones de gira, sentí que mi verdadero papel era impedir que los Reid se mataran entre ellosSteve Monti 

“¿Mis tres deseos? Que viniesen unos estraterrestres a gobernar el planeta y lograsen que todo el mundo fuera amable con los demás. Que trajeran muchas drogas sin efectos nocivos. Y que me diesen licencia para matarJim Reid a Kitty Empire en NME, 1998

03 mayo 2024

REPORTAJES

MAÑANAS NEGRAS COMO EL CARBÓN Y TARDES DE PERSIANAS BAJADAS 

Brett Anderson confiesa 

Es curioso lo de moda que se ha puesto que los músicos escriban sus memorias. Antes sudábamos para encontrar una biografía o autobiografía en condiciones, más allá de los llamados “clásicos malditos”, pero ahora hay historias por doquier (en la estantería tengo unas cuantas preparadas, amén de las ya leídas y pendientes de revisión). Aunque claro, cualquier músico no vale. Es decir, que sí, que hay músicos con excelente ingenio y capacidades sobradas, pero lo que de verdad parece importar es lo que dicen esos músicos que llevan años y años bregando contra la luz y las sombras, los contratos y las carreteras, los excesos y los remedios. Es el caso de Brett Anderson; más de treinta años al frente de Suede, con una década de hiato en la que no se estuvo quieto (The Tears, cuatro trabajos en solitario, colaboraciones). Y resulta curioso poder conocer a este tipo más allá de lo que siempre nos sugirió: un ser etéreo, una pose, un medio ciborg, con esa aura de androginia, misterio y fatalidad, muy a lo Bowie. Fuimos fans modestos de Suede en los 90; teníamos sus discos (grabados, no originales), tarareábamos sus canciones y las arpegiábamos como podíamos, asistimos a un par de conciertos. Pero eran un grupo más dentro de la vorágine del dichoso brit pop, aunque nacieran antes de que el globo estallase y nada tuvieran que ver con los otros agentes de la movida. 

Ha sido el presente el que nos ha reconciliado con esta banda. Sus últimas actuaciones hicieron que reverenciáramos su perseverancia, su rabia y generosidad sobre las tablas. Tras tantos años de idas y venidas siguen estando ahí, con la última de las formaciones (Brett Anderson, Mat Osman, Simon Gilbert, Richard Oakes y Neil Codling), con mejores o peores temas, pero dándolo todo a todos: a sus antiguos y obstinados seguidores (hola, Edu), a los hijos o sobrinos de estos, a la new generation con curiosidad por el pasado. Y quizá por eso, porque hemos visto a Brett en su mejor forma y con las mayores ganas, que nos entró el gusanillo de saber de qué es capaz de hablar más allá de su figura de popstar, aún a riesgo de encontrarnos con una biografía como tantas. 

No un libro, sino dos, ambos con títulos románticos y evocadores de tristes nostalgias. “Mañanas negras como el carbón”, publicado en 2018, nos acerca a su infancia en los suburbios londinenses y nos muestra algo que no imaginábamos: sus orígenes pobretones y marginales. Nos va llevando de la mano por una adolescencia y juventud llena de dubitación familiar, profesional y habitacional, en la búsqueda del yo y su lugar en el orbe. En estas páginas se gesta la pasión heredada por la música, el nacimiento de Suede, la importancia de Justine Frischmann en los albores existenciales del narrador y de la banda, así como los gérmenes de esa mítica alianza Anderson-Butler que tanto recuerda a la de Morrissey y Johnny Marr (quizá hable de ellos un día de estos). La historia de esta parte abarca hasta la firma del primer contrato discográfico con Nude Records, y deja la puerta abierta a una continuación necesaria. 

Y esa continuación llega, en efecto. A la mañana sigue la tarde. “Tardes de persianas bajadas” sale en 2019 para seguir con el relato, navegando por cada uno de los discos grabados hasta “A New Morning” (2002). Destacan sobre todo esas explicaciones sobre el nacimiento de muchas canciones, cómo brotaron y de qué estímulos surgieron, y cómo las ve su creador tras pasarlas por la depuradora de tres décadas. Por supuesto, el tiempo las ha convertido en laberintos y galimatías indescifrables, o libremente descifrables. Ahora ya no nos paramos a profundizar, a pensar qué quiere decir ese verso retorcido. Nos limitamos a canturrearlas: “High on diesel and gasoline”, “We are the pigs, we are the swine”, “Animal, he was an animal”, “We´re so young and so gone”, “I was born as a pantomime horse”, etc. Los años llevan estas melodías y sus codas al estatus de clásico, más allá de sus significados o trascendencia intelectual o filosófica. 

Pero lo que da un valor agregado a las memorias de este tipo es su capacidad para la narrativa implacable, resultando absolutamente aplastante y adictivo. Su desahogo es un ejercicio brutal de autocrítica, vertiendo opiniones, confesiones y teorías sobre sí mismo sin filtro. De manera elegante, poética y sincera, Brett nos demuestra su carácter leído y vivido, haciendo un análisis de la evolución musical y personal del grupo y de sí mismo. También de su relación tortuosa con los medios, que los vendieron como moderna caricatura de la decadencia más chic. Hay palabras amables para todos los actores secundarios que tuvieron un papel importante en la vida y en la banda, e ignorancia hacia los seres irrelevantes o los capítulos escabrosos. Hay mucha sabiduría en sus palabras, descubriéndonos a un gran escritor rezagado. Y curiosamente, ese escritor insiste en dejar claro que, como músico e instrumentista, siempre ha sido pésimo. Bueno, quizá no tanto. Lo que está claro es que a través de sus memorias hemos conocido que no estamos ante un extraterrestre, sino ante un ser humano razonado y sereno, de vuelta de los engaños de la industria y el mundo en general. Y es bueno acercarte a los iconos o ídolos de una era y comprender que están hechos de la misma pasta que tú. O quizá es que cerca o más allá de los cincuenta a todos nos da por lo mismo: ponernos melancólicos y hacer balance de lo que fuimos y en qué nos hemos convertido. Quizá Brett Anderson no sea una excepción. Quizá, definitivamente, él sea igual que todos, igual que nosotros.  

07 febrero 2024

CONCIERTOS

SLOWDIVE. Madrid. La Riviera. 06-02-2024. 

Slowdive siempre fueron ese grupo al que echas mano cuando quieres evadirte y volar. Referentes del llamado shoegazing en los 90, pusieron uno de los cimientos de las grandes edificaciones que otros culminarían poco más tarde (el otro cimiento, sin duda, lo plantaron Spacemen 3). Estuvieron y están. Nos hartamos de escuchar incesantemente “Just for a Day” (91), “Souvlaki” (93) y “Pygmalion” (95), dimos una oportunidad a Mojave 3 y a las aventuras de Neil Halstead en solitario, colocamos el regalo dejado por la banda original en una vitrina pensando que sería reliquia perpetua e inigualable. Pero no. Slowdive volvieron en 2017, y cuánto nos alegró la noticia. Más nos alegró escuchar el nuevo álbum homónimo y comprobar su grandeza y profundidad. Nos volvió locos la idea de poder verlos en vivo, cuando esa posibilidad ya se había convertido en poco menos que utópico sueño. Nos quedamos con las ganas en Mad Cool 2017, pues fueron los únicos con agallas para cancelar en una jornada trágica. Luego llegó el Tomavistas de 2022, la oportunidad de la redención, el jubileo del reencuentro, y aquel concierto supo a algo raro por falta de potencia y costumbre. 

Pues bien, anoche era la noche, y todos los sabíamos. “Everything Is Alive” (2023) nos dejaba partidos por la mitad como un melón: cuatro temas grandiosos, dos temas tediosos y otros dos aceptables. Pero algo con la firma de los de Reading jamás se puede desdeñar. Y como tienen la sana y plausible costumbre de practicar la táctica del compendio, anoche sonaron todas esas pequeñas joyas reverberantes llenas de magia que antaño nos mecían en nuestras cunas de juventud. La flamante y magnífica “Shanty” abrió el recital, pero pronto llegaron los flash-back. “Star Roving” por fin sonó como el gozoso bombazo que es, “Catch The Breeze” fascinó con sus vertiginosas proyecciones. “Skin in The Game”, también de su último trabajo, demuestra que no han perdido el punch creando melodías de terciopelo. Luego llegaron las muy personales versiones de directo de “Crazy for You” y “Souvlaki Space Station”, inapelables, absolutamente evocadoras. “Chained to a Cloud” puso un pequeño toque techno a la velada, con Rachel asumiendo un protagonismo siempre discreto y compartido, para seguir con el riff cristalino de “Slomo”. La ochentera “Kisses” fue el interludio antes del celebrado y glorioso tridente final: “Alison”, “When The Sun Hits” y “40 Days” (las tres gigantes, las tres deslumbrantes) despertaron las más enfervorecidas atenciones, canturreos y brincos. Y es curioso que, la que siempre se supuso una banda minoritaria de culto, se haya convertido veinticinco años después en un fenómeno que llena salas y atrae a público de todos los estilos, edades y nacionalidades. Y no menos curioso es que todos esos jóvenes que se han enamorado de esta música demuestren saberse al dedillo precisamente las canciones más añejas. 

Por supuesto, había que regalar unos bises como dios manda, y el encore no pudo ser mejor: la ya imprescindible en su discografía “Sugar for The Pill”, la versión desnuda de “Dagger” y la anhelada “Golden Hair” de Syd Barrett, coronada por épicas bocanadas de distorsión y feed-back. No fue un concierto largo (no llegó a la hora y media), pero de tan intenso pareció dulcemente eterno. Y esta vez sonaron y lucieron como la gran bola de fuego que son, en un marco visual radiante, en su punto de ecualización perfecto, con las guitarras rascando amablemente y el bajo de Nick Chaplin palpitando. Dejaron cicatriz, y mucha. 

La única pega de la noche fue la ausencia de los chispeantes Pale Blue Eyes, a los que había muchas ganas de ver. Se quedaron varados en algún atasco en alguna vía de algún lugar de esta España que ayer andaba patas arriba. 

Setlist: “Shanty”, “Star Roving”, “Catch The Breeze”, “Skin in The Game”, “Crazy for You”, “Souvlaki Space Station”, “Chained to a Cloud”, “Slomo”, “Kisses”, “Alison”, “When The Sun Hits”, “40 Days”//”Sugar for The Pill”, “Dagger”, “Gold Hair”.