MAD COOL 2025. Madrid. Jueves 10 de julio.
No sé ya cuántas veces habremos jurado no volver al Mad Cool, ese festival que hemos visto nacer, crecer y convertirse en lo que ahora es, otro producto del capitalismo feroz, una máquina insana de hacer dinero. Pero claro, te anuncian a Iggy Pop y Weezer y te entra un gusanillo incómodo. Y si luego resulta que ambos coinciden el mismo día, entonces ya no hay salida: tienes que sacar una entrada y envainártela. Porque el primero está en la recta final por orden de la naturaleza y los segundos visitan nuestro país cada veinte años. Así que de nuevo nos sumergimos en el maremágnum con la sola de idea de disfrutar de lo nuestro y hacer como que no vemos todo lo demás. Si te lo propones, lo consigues. Antifaz y orejeras mentales para ignorar lo que no nos cuadra, que es mucho. En todos los Mad Cool pasa algo; peleas institucionales, sabotajes, mala accesibilidad, accidentes. Este no podía ser menos.
Para abrir boca a media tarde, un poco de Bright Eyes torrándose al sol medio decadente (igual que antes lo habían hecho Royel Otis). Que no le des al público todas las facilidades posibles (una triste zona de sombra) tiene guasa, pero que expongas a los artistas al padecimiento extremo es un delito. Aún así, qué más da, hay gafas de sol, abanicos, cerveza y botellas de agua. Clinc, clinc, hagamos caja. Nunca hemos seguido con dedicación a Conor Oberst (cuánto habló de él la Rockdelux en los 2000), pero enseguida nos suenan “Four Winds”, “We Are Nowhere and It´s Now” y “Shell Games”. Cosas de oído privilegiado o cosas de un género musical que nunca se agota. Una pena tener que marchar cuando Conor empezaba a desmelenarse de verdad. Pero es que justo al lado iba a suceder algo gordo, así que había que intentar al menos echar un ojo antes de ponerse en modo iguana. Porque esa es otra de las buenas: los horarios y la mala folla. Pon una crucecita a Iggy Pop, Bright Eyes, The Backseat Lovers y Deadletter. Ya sería mala suerte que coincidieran todos a la misma hora. Pues justo.
Deadletter son la esperanza y “Hysterical Strenght” (2024) es un monstruo de álbum. Tristeza infinita al verlos solapados con Mr. Osterberg, pero había que curar el antojo de algún modo. Fueron únicamente tres temas, pero confirmaron todas las crónicas e intuiciones sobre su excelencia y potencia en vivo. “Credit to Treason”, “Bygones” y “Hero” resultaron munición suficiente para constatar que no todo está perdido, que ellos escriben el futuro, y que Zac Lawrence (en el segundo tema ya estaba navegando entre el público) es un dignísimo candidato a heredero de Iggy Pop.
Porque el bueno de Iggy, las cosas como son, tiene ya 78 años. Hace seis pensábamos que sería la última vez, pero ha vuelto a suceder. ¿Sucederá nuevamente? Quién sabe. La sensación es que esto se acaba, aunque no porque él arroje la toalla. Pero los años se notan y pasan factura y qué demonios, no le puedes pedir a un anciano que de más de lo que él está dando en el escenario en esta gira. Para quitarse el sombrero. Ni siquiera el corte eléctrico en un espacio patrocinado por Iberdrola lo aturde. Se ríe del festival y de sí mismo, y arenga con simpatía y autoparodia a un público que le debe mucha de la música que ha bebido. El show tarda más de un cuarto de hora en arrancar, y cuando arranca lo hace a un volumen indecente, pero da igual. Aquí estamos y hay que aprovechar la ocasión. Al son de “TV Eye” nos subimos al caballo y cabalgamos sin resuello por cinco décadas de historia del rock. Porque los conciertos de Iggy son así; una carrera imparable sin interludios. Ni siquiera para él, que pelea y resiste, que se aferra al micro, pero no puede evitar soltarlo y darse unas carreras suicidas, más suicidas ahora que nunca, bramando su “raw power”, su “I gotta right to move”, su “lust for life”, su “searchin´to destroy”, su “no wall”, su “I feel alright” y, por supuesto, el “now I wanna be your dog” que no sabe interpretar lejos de los brazos y las manos de su gente, aunque le cueste la integridad y la vida. Una silla y una botella de agua para un respiro que es solo eso, un respiro, porque a mitad de “Some Weird Sin” ya está otra vez en marcha. Para el final nos deja algunas de sus piezas maestras más recientes (“Frenzy” y “Mother Day Rip Off”), un atisbo de “Nightclubbing”, una “Louie Louie” que ni los más avezados estudiosos de setlist esperaban y una “Funtime” gloriosa, despedida de las que a él le gustan, dirigiendo la orquesta de una multitud enfebrecida. Y cuando se va, dejando a sus músicos culminar, solito y cojeando, es cuando se nos escapa la lágrima. Y recordamos todos los grandes momentos que este hombre nos ha dado, que son infinitos. Y le decimos adiós (o quizá hasta siempre), agradeciéndole en el alma ese titánico esfuerzo, esa fe, esa resistencia física y mental y esa pasión por el rock.
Y luego llegaron Weezer, a los que ya no se esperaba, todo un regalo. Cuánto nos gustaban en la uni. Qué refrescante descubrimiento aquel disco debú. Cuántas veces entonamos y vimos el video de “Buddy Holly”. Pues la suerte es completa, porque están dándole un garbeo de los buenos al fabuloso álbum azul. Y sonó casi entero (solo faltó “Only In Dreams”). Y todos lo disfrutaron, grandes y pequeños, porque los californianos son esa banda que gusta a todos, punky, garagero, indie, popero o lo que quiera que seas. Y visto lo visto, nunca se pasan de moda. Porque esas melodías perfectas y esos mensajes humorísticos entran con facilidad asombrosa y se quedan en la cabeza para siempre. Y todo ello siguiendo la ley del minimalismo extremo: dos guitarras, un sinte, un bajo, una batería y a correr. Jamás se ha visto escenario más desnudo antes de un show, si bien luego lo llenaron de coloridas proyecciones. Y con esos pocos recursos consiguen replicar sus temas con una precisión de miniaturista. Rivers Cuomo, amable hasta decir basta, se esforzó con el castellano en un acto venerable (“me llamo Ríos”, decía). Entre los surcos del disco azul también se colaron muchas del verde o del “Pinkerton” (“Hash Pipe”, “Island In The Sun”, “Why Bother?”, “Pink Triangle”, “El Scorcho”, “The Good Life”), elevando el concierto a la categoría de tributo, homenaje o revival. Un viaje espectacular hacia atrás en la máquina del tiempo. El pasado no se pierde, siempre hay una copia de seguridad en alguna parte. Y la esperanza tampoco hay que perderla. ¿O quién nos iba a decir que después de 30 años íbamos a gozar “Holiday” en directo? Otros que podemos tachar de la lista.