“UNA
LUZ ABRASADORA, EL SOL Y TODO LO DEMÁS” por Jon Savage
JOY DIVISION: LA HISTORIA ORAL
De Joy Division creíamos que lo sabíamos casi todo. La historia de su ascenso, impacto y caída, su papel en Factory Records, la polémica sobre su ideología, la controvertida corta vida de Ian Curtis. Libros de memorias, reportajes, películas, leyendas. Y cómo no, sus trabajos, “Unknown Pleasures” (79) y “Closer” (80), las misceláneas “Still” (81) y “Substance” (88), siempre a la búsqueda del resquicio perdido. Dicen algunos entendidos que en los versos de Curtis se concentra toda la historia de la banda, motivaciones, dolores, oscuridades. Pero quizá necesitábamos también un poco de esto: la voz directa de sus protagonistas, desde todos los ángulos del prisma. Todos ellos nos ayudan a comprender el relato, a enfocarlo debidamente y a experimentar nuevos respetos, penas y nostalgias.
Con su larga experiencia periodística como credencial, Jon Savage ha sido el encargado de dar luz a este mágico desfile de voces a través de cuatrocientas páginas, extractando partes de decenas de entrevistas realizadas para otros usos u ocasiones. Voces que hablan con sinceridad, reconocimiento, culpa o resignación. Voces que son las de todos, directos e indirectos, principales y secundarios, líderes y acólitos. Las voces de Bernard Sumner, Peter Hook y Stephen Morris resuenan por encima de las demás. La de Ian Curtis también aparece brevemente, para recordar que estuvo y que, pese a todo, tenía cosas que decir. Están las voces de los más allegados profesionalmente, como Terry Mason, Tony Wilson, Rob Gretton, Martin Hannett o Peter Saville, testigos de primera mano de la génesis como banda identitaria de Manchester, de su inusual proceso creativo, su simbiosis natural y su ausencia de pretensiones. También están las voces de profesionales que asistieron al espectáculo desde la barrera, pero bien arrimados a ella; tal es el caso de los periodistas Paul Morley o Mary Harron, los fotógrafos Kevin Cummins y Anton Corbijn, o compañeros de mundillo y labor como C.P. Lee, Pete Shelley, Richard Boon o Jeremy Kerr. Por supuesto no faltan las voces de los allegados carnales o sentimentales, los que sufrieron o gozaron a las personas más que a los músicos, como Deborah Curtis, Iain Gray, Lindsay Reade o Annik Honoré. Y todas estas voces construyen la efigie de una banda que definió una nueva forma de entender la vida y la música, un enfoque más introspectivo y sofisticado del punk, llevando el orgullo de nuevo a un emplazamiento geográfico que había perdido todo su espíritu por obra del progreso, los poderes fácticos, la limpieza cultural o vete tú a saber qué. Joy Division no eran estrellas, eran chavales de barrios como Salford o Mcclesfield, personas con historias familiares tristes o descontentas con sus entornos de miseria y conformismo. Eran gente normal que quiso hacer algo diferente, y por inercia se metieron en el pasatiempo de moda de muchos jóvenes de por entonces. Aprendieron a tocar como buenamente pudieron, y de repente se vieron concibiendo ideas, construyendo cosas, un sonido, una identidad. Se menciona que las canciones salían solas, como por arte de ensalmo. Se dice que los ritmos y melodías nacían como un hijo independiente, y que luego las letras (recopiladas en los concienzudos cuadernos de Curtis) buscaban su cobijo dentro del sonido en matrimonios de conveniencia. De ese trabajo serio y apasionado nacieron temas que han devenido inmortales con el paso de las décadas, hasta el punto de servir de referencia a muchos grupos del nuevo siglo. Así pues, el legado de Joy Division, aunque breve, fue determinante en todos los ámbitos considerables.
Aunque
el mito también tiene bastante que ver. Me refiero al aura de mártir de un Ian Curtis convertido en icono pop por
muchas razones: por sus textos, sus aficiones, su transfiguración escénica, sus
dolencias y su terrible final. Este libro da que pensar en muchos aspectos, y
no solo en los meramente históricos o temáticos. Da que pensar sobre la
insatisfacción, el sufrimiento silencioso, la enfermedad, la impotencia y la
frustración. Nadie trata de justificar nada, pero todos piensan lo mismo: el
punto de saturación, el estado límite, hasta dónde es capaz de aguantar el ser
humano. Porque ante todo, Ian era un ser humano que reía, bailaba, amaba,
pensaba y leía. Quizá más de lo razonable en ocasiones. Quizá menos de lo
necesario en otras tantas. Y como tal, lo que transmite este libro de él no es
solo el retrato del artista, que también, sino el éter de un alma que
condicionó sin pretenderlo la vida de los que lo rodeaban. Todos lo hablan a su
manera y lo hacen de una forma honesta, sin miedo, aunque con cierta culpa
insubsanable. La rueda gira, el juego sigue. Pero siempre quedan los posos de
lo que pudo haber sido y no fue.
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