MOGWAI (+Brainiac). Manchester.
Albert Hall. 9 y 10 de febrero de 2023.


Existen muchas formas de
terapia de autoayuda y alivio existencial. Los hay que se apuntan a yoga. Los
hay que se van a la India o Nepal. Los hay que recorren el camino de Santiago.
Y luego hay otros que hacen cosas más alternativas, como ponerse a escuchar a Mogwai. Salvavidas en los momentos
cruciales de toda una vida, su apoyo moral sonoro en los últimos dos años,
llenos de cataclismos varios, ha sido determinante para la que escribe. Si la
montaña no va a Mahoma, pues Mahoma irá a la montaña. Traducido en términos
prácticos: que si no hay manera de disfrutarlos en casa, habrá que irse a
verlos al fin del mundo. Ellos lo valen, ya lo creo que sí. Y el fin del mundo
ha sido Manchester por razones insondables. Quizá porque es la cuna de Joy Division, The Happy Mondays, New Order,
The Fall, James, The Smiths, The Stone Roses y tantos otros, con su
magia musical escondida en cada rincón. Quizá porque hay vuelos directos
baratos a la ciudad. Quizá porque no era una fecha, sino dos, y en su caso, lo
bueno no es dos veces bueno si es breve. Yo necesito mi dosis de Mogwai en vivo como mínimo cada tres
años. La última vez fue en 2019. Ya tocaba la siguiente.
Como apertura de cartel,
los escoceses llamaron a sus amigos Brainiac
(o 3RA1N1AC), naturales de Dayton, Ohio, desmembrados en 1997 por la trágica
pérdida de su vocalista y reunidos en 2022 por la prodigalidad de sus
valedores. Así lo reconocía John
Schmersal, pidiendo aplausos para Mogwai
en un gesto de gratitud infinito. No son fáciles estos tipos, con su art
punk-rock lleno de aristas, muy a lo Pere
Ubu, pero su directo no pasa desapercibido. ¿Es posible castigar más los
tímpanos que sus compinches? Pues sí. A todo volumen, a tope de entrega y sin
olvidar la corrosiva “Vincent Come on
Down”.
Sobre los de Glasgow, ¿qué
se puede decir a estas alturas? Nacieron grandes. Cuando eran solo unas
criaturas ya sabían hacer magia, desatar tormentas y desafiar el ritual de lo
habitual. Ahora, con veinticinco años más, vestidos de experiencia y calma, sin
perder su proverbial llanura y humildad, alcanzan cotas que rozan lo sublime.
Son capaces de salir dos días seguidos a escena y dar dos conciertos
completamente diferentes, tan imperiales y categóricos que es imposible
discernir un favorito; solamente cuatro canciones se repiten, colocadas en
lugares bien distintos e insospechados, convertidas en novedad pese a haberlas
gozado solo veinticuatro horas antes (“Boltfor”,
“Ritchie Sacramento”, “Summer” y “Ratts of the Capital”). Pueden (y quieren) sonar atronadores, y
vaya que siempre lo consiguen. Pero no nos engañemos: lo suyo no es ruido, es
volumen, tan brutalmente potentes como inmaculados. La arquitectura de una sala
como el Albert Hall (antiguo lugar de culto religioso) también ayuda bastante a
la generosa expansión de las vibraciones. Pero ya no es solo el sonido, la tradicional
transición belleza-caos sónicos; es que ahora hay una elegante y cuidadísima
envolvente visual que hace que cada tema alcance una temática sobrecogedora, con
el escenario convertido a veces en galaxia, en cripta, en bandera arco iris, en
bosque en llamas o en el mismísimo infierno de Dante. Y en medio de ese
espectáculo total están ellos, plenamente concentrados en un coser y cantar
(más coser que cantar) que clavan como autómatas. No, Mogwai no son una banda para divertirse y echarse unos bailes con
los colegas. Son más bien una banda para la contemplación y el deleite, introspectiva,
tú con ellos y ellos contigo. Y quizá por eso había tantos lobos solitarios en
el Albert Hall, tanto jueves como viernes, especialmente en las primeras filas;
porque más que un mero entretenimiento, su música puede ser una experiencia
mística para románticos, marginados o incomprendidos. Hay quien dice que son
aburridos porque no hablan, no gesticulan, no interactúan, no se prestan. El
único que abre el pico es Stuart, para decir que son de Glasgow, Scotland
(orgullo patrio), dar las gracias y preguntar si estamos bien. Gilipolleces las
justas. Ellos trabajan, no tontean. La comedia en el tajo sobra. Sobre las
tablas se ponen en modo obrero, sobrio y ceremonial, pero en las rutinas anteroposteriores
son unos cachondos del copón. De aburridos nada. Simplemente se toman muy en
serio su oficio, que es el de crear música y compartirla con los demás de la
forma más honesta posible, pasando olímpicamente de fanfarrias y poses
rocanroleras.
Se habla mucho de Stuart Braithwaite, quizá por su
temperamento todoterreno, por su visibilidad como primer portavoz y ocasional
vocalista. También se habla bastante de Barry
Burns, por ser el segundo portavoz, el jefe de Rock Action Records y el
chico para todo que tan pronto plancha un huevo como fríe una camisa
(instrumentalmente hablando). Pero qué poco se habla del gran Dominic Aitchison, grande en talla,
grande en parsimonia y autocontrol (pachorra, que dirían otros), grandísimo
tejiendo con sus dedazos las robustas redes de la línea melódica grave, el rudo
somier donde descansan los colchones de electricidad y distorsión de sus
compañeros. Imperturbable y regio todo él, como si tocar el bajo fuera la cosa
más sencilla del mundo. Y poco se habla también de Martin Bulloch, de las velocidades que es capaz de alcanzar en su
refinado azote (sideral en “Mogwai Fear
Satan”), de su exquisita precisión dictando el camino a los demás en su
propio código Morse, porque sin Martin no hay Dominic, y sin Martin ni Dominic
no hay ritmo y la procesión se diluye. Pero sobre todo, se habla muy, muy poco
del joven Alex McKay, el quinto
elemento, que ya lleva girando con la banda desde 2017, habiéndose convertido
en eslabón fundamental, ingeniero de segundas y terceras capas, refuerzo de los
solismos de Barry (y su guitarra de Playmobil que ruge como el diablo) o Stuart
(con su pedalada sin fin). Este chico es una joya.
Aunque faltaran algunas
debilidades personales (como “Rano Pano”
y “Friend of the Night”), a los
repertorios de ambas noches no les cabe ni una pega. Si andan celebrando un
aniversario dejado a medias por culpa de los coletazos pandémicos, lo están
haciendo a lo grande. Solo “Mr. Beast”
(2006) se quedó sin representación. Sus otros nueve elepés, con la añadidura de
la embriagadora “Boltfor”, la
imperativa “New Paths to Helicon Pt. 1”
y una “My Father My King” que merece
párrafo aparte, estuvieron presentes. Es curioso: muchos temas son como el vino
(o el whisky de malta escocés), ganan cuerpo y sabor con el tiempo. Ocurre con “Summer”,
“2 Rights Make 1 Wrong” o “How to Be a Werewolf”. De
sobra es sabido que no les gusta enseñar fotos de las canciones que han
grabado, sino componerlas nuevamente para su muestra en vivo, y eso marca la
diferencia en temas como “Midnight Flit”,
evocadora y potentísima pese a la ausencia de orquestación, o en “Don´t Believe the Fife”, que en disco
dice poco y en directo lo dice todo. También estuvieron las que no podían
faltar: “I´m Jim Morrison, I´m Dead”,
con su extenuante solemnidad; “Killing
All the Flies” y “Hunted by a Freak”,
sesiones de hipnosis y levitación a orden de vocoder; “Ritchie Sacramento”, que no es su mejor creación pero engancha; “Remurdered”, el momento rave esperado,
con el mano a mano de Barry y Dominic a las teclas en plan mecanógrafos de
oficina; “Like Herod”, siniestra e
inmisericorde; “To the Bin My Friend,
Tonight We Vacate Earth”, abriendo la segunda velada con una majestuosidad
de libro; “Ceiling Granny” y “Dry Fantasy”, dos habituales de su
último (y maravilloso, insisto) álbum, tan diferentes, la una un cachete en los
morros, la otra una suave caricia. Y por supuesto, tampoco podía faltar “Mogwai Fear Satan”, el santo y seña
rebautizado por muchos como “Satan Fear
Mogwai”; se la saltaron en el primer round,
pero no la olvidaron en el segundo. ¿Cuántas veces la habrán tocado en vivo ya?
Veamos, así a ojo: veinticinco años por una media de cincuenta conciertos al
año... ¿1.250 veces?
Igualmente hay algunos que
llaman a Mogwai previsibles, lo cual
tampoco es cierto. Siempre hacen algo que sorprende (como abrir con “Satan” en Oporto, se me ocurre ahora).
Esta vez dieron la campanada con la melancólica “Cody” en los inicios del primer set, y Stuart la cantó como nunca. También
se permitieron el glorioso rescate de “Ratts
of the Capital” (por partida doble), la mágica canción en la que Barry empieza
besando (al piano) y acaba matando (a la guitarra). Incluso regalaron dos temas
con la palabra “party” en su título (¿ironía?): la inesperada fiesta en George
Square y la celebrada fiesta en la oscuridad. Pero para mayúsculo e inenarrable,
el epílogo del viernes: una blizkrieg
total con “Drive the Nail” y “My Father My King”, salvaje operación de
artillería pesada tras las ráfagas lanzadas con “Satan” y “Old Poisons”. Si
querían dejar perturbado al personal, lo consiguieron. Como he dicho, sobre “My Father My King” (ese himno hebreo que
remueve las entrañas) podría escribirse todo un reportaje: veinte minutos de
repetición, distorsión y delay en dos actos, pieza de rock monumental con
cabida en todos los museos. Si en vez de veinte durara sesenta, ¿acaso
importaría? El colmo de la suerte después de tal impacto es que Martin se
levante exhausto y agonizante (ese marcapasos debe de ser el reactor de un
Boing), se atreva a caminar hasta el borde del escenario para regalar sus
baquetas y te caiga una de recuerdo. The
Scottish National Treasure. La puñetera guinda para dos noches que serán
imposibles de olvidar.
Set Día 1: “Boltfor”, “I´m Jim Morrison, I´m Dead”,
“Cody”, “Ritchie Sacramento”, “Killing All the Flies”, “Midnight Flit”, “Don´t
Believe the Fife”, “New Paths to Helicon Pt. 1”, “Ceiling Granny”, “George
Square Thatcher Death Party”, “Remurdered”, “Ratts of the Capital”// “Summer”,
“Like Herod”.
Set Día 2: “To the Bin My Friend, Tonight We Vacate
Earth”, “Hunted by a Freak”, “Dry Fantasy”, “Summer”, “Ritchie Sacramento”, “2
Rights Make 1 Wrong”, “How to Be a Werewolf”, “Boltfor”, “Party in the Dark”,
“Ratts of the Capital”, “Mogwai Fear Satan”, “Old Poisons”// “Drive the Nail”,
“My Father My King”.