“Orwell dice en algún
sitio que nadie escribe la verdadera historia de su vida. La verdadera historia
de una vida es la historia de sus humillaciones”. Con esta cita de Vijay Seshadri comienzan las memorias
de Dean Wareham. Sí, me reafirmo, el
momento de leer este libro era ahora: después de la radiante doble cita con Luna, tras repasar a conciencia todos
los trabajos del músico ahora bautizado como cronista. En su edición original
el título reza “Black Postcards: A Rock &
Roll Romance”. ¿Un romance con el rock? ¿Una ironía más del artista? Si
alguna vez quisiste tener una banda de rock, ser famoso o casi, vivir ese
mitificado rock’n’roll way of life,
lee este libro y se te quitarán las ganas. Por suerte los objetivos de este
hombre nunca han sido la fama, el reconocimiento masivo o las superventas. Pero
¿cuáles eran sus objetivos? ¿O cuáles son? Supongo que divertirse, crear
canciones, subirse a un escenario cada noche y darles cuerpo. Un trabajo como
otro cualquiera y, por supuesto, un poco más gratificante que el de muchos.
Aunque, desde su retrospectiva, tan oscura como las postales de la canción, parece
que ni siquiera subirse a un escenario tuviera la magia de la que algunos
hablan. Los hay que dicen sentirse poseídos, iluminados, bendecidos por manos
blancas sobre las tablas. Dean no habla de nada de eso. Habla de los sucios,
extraños o curiosos lugares donde puso sus pies, de la inopia, la pereza o la
simple peculiaridad de sus audiencias. Habla de interminables y agotadores
viajes por carretera, de hoteles odiosos o molestamente periféricos, de las
drogas que alguien te da y tú te metes sin valorar consecuencias, de pastillas
para poder dormir. Habla del dinero que se embolsan los que gestionan tu
trabajo, un dinero que tú jamás hueles, de la artificial motivación y dudosa
reputación de los mecenas, cazatalentos, figurantes y peones de la industria
discográfica. Sí, Dean habla de todo esto sin dramatismos, pero con una
sinceridad terrible. A veces hasta la broma más ligera se convierte en una
amarga conclusión. Humillaciones. Eso es.
“Postales negras” se
promociona como el libro de memorias del fundador de dos de las bandas más
interesantes de finales de los 80 y la década de los 90. Pero el término
“memorias” no debe interpretarse en sentido estricto. Sí, hace memoria (una
memoria increíble, favorecida por esas anotaciones minuciosas en diversos
diarios), aportando datos abundantes sobre acontecimientos, conversaciones,
fechas y lugares. Y aunque pequeños entresijos y episodios trascendentales de
su vida privada quedan al descubierto en muchos capítulos (especialmente en el
tramo final del relato), Dean evita con maestría el género de novela rosa
basculando hacia el de novela histórica. Porque en estas casi 400 páginas sin
desperdicio se encuentra pictografiada la historia del rock en un periodo de
tiempo concreto e impreciso a la vez. Dicen por ahí algunos que la música se
acabó en los 80. Puede ser. Y quizá así sea, a la sazón de las palabras de
Wareham. Ascenso y caída del rock como forma de arte. La música convertida en
burda mercadería, un mundo tiranizado por las modas (que si el shoegaze, que si
el grunge, que si el indie rock, bla, bla, bla) y el emporio radiofónico. No es
que muchas de estas cosas no sucedieran antes, claro que sucedían. Pero en la
era post-punk primero y en la era internáutica después, el sueño se termina de
pudrir ignominiosamente. Industria y mercados discográficos: qué buena
asignatura para varios semestres en la Facultad de Económicas, ¿no?
Pero la vida de nuestro ilustrado poeta urbano no solo ha sido
decepciones, deudas piramidales y míseros beneficios, ingratos viajes y tediosas
rutinas rockeras. También nos muestra una vida interesante, llena de estímulos
culturales y experiencias gratificantes. Desde su paso por la Universidad de Harvard
y su colaboración con la Liga Espartaquiana hasta la enorme lista de conciertos
gozados en el efervescente Nueva York ochentero (The Clash, Richard Hell,
Ramones, Bo Diddley, Talking Heads…
uff, qué envidia), amén de un sinfín de amistades, algunas peligrosas y otras
muy convenientes. ¿Y quién puede presumir de haber teloneado a The Velvet Underground y a Lou Reed? Sí, el rol de telonero es muy
ingrato, pero qué credenciales tan tajantes.
Y como ya hizo el gran Neil
Young en su propio libro, Wareham también busca y encuentra su lado
ecuánime, mostrando generosidad con los que lo merecieron, comprensión con los
que erraron y, por supuesto, acidez contra los que le molestan. Con espíritu
crítico y descarado a veces, pero también con esa gota de respeto que
diferencia al humilde del fanfarrón. Por supuesto, él no queda fuera del juego;
es consciente de todas sus limitaciones, de sus errores, dudas y estupideces, y
no se corta a la hora de ponerse a caldo. Ni pizca de excusas o
autoconmiseración. Eso dice mucho sobre una persona. Humillaciones. Sí, otra
vez.
Leed, leed este libro y veréis que no es oro todo lo que reluce,
que la conjura de necios de la que hablaba J.K.
Toole es algo tangible y devastador. La historia de Galaxie 500 fue un sueño bonito pero efímero, elevado a los cielos
y condenado por el abismo de una democracia imperfecta. La historia de Luna tampoco estuvo exenta de obstáculos
y se terminó por aburrimiento, por agotamiento, porque se tenía que terminar.
¿Y quién dice que Dean Wareham fue
alguna vez una estrella del rock? A mí nunca me lo ha parecido. Se supone que
una estrella del rock no anda dando tumbos sin hogar tras haber tratado de
vivir (o sobrevivir) de la música durante quince años y haber publicado ocho
discos. Y sin embargo, a pesar de haber acabado hasta el cogote del negocio y
el mundillo, el bueno de Dean sigue en la brecha, dando todo lo que tiene y
sabe a cambio de poco o casi nada. Dios, qué tendrá la música... Sí, a lo mejor
hablar de romance no es algo tan descabellado.
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