CONCIERTOS
SIGUR RÓS. Madrid. La Riviera. 12-11-2008.
Gran bola de fuego.
Islandia es un país remoto que apenas si trasciende; la gente solo se acuerda de él cuando se desploman sus mercados financieros o España juega en fútbol contra su selección. ¿Son Sigur Rós conscientes de la propaganda turística y costumbrista que hacen de su patria?. Me sigue costando creer que una banda tan particular se haya convertido en santa devoción de masas. Música bella pero complicada, desarrollos interminables, historias ininteligibles expresadas en una lengua rara que a veces suena hasta pueril. ¿Grupo de culto?. No. Los grupos de culto no venden discos, tocan en salas de no más de doscientas personas y solo están en boca de la minoría. Lo de Sigur Rós es el gran enigma del siglo XXI.
Escuchar esta música es imaginar. Imaginas glaciares, soledad, vaho, luces blancas, moradas y azules; sueñas brumas y una quietud indescriptible. Pero en directo estas visiones se transforman: los islandeses son puro fuego sobre el escenario. Un fuego prendido por Jonsi Birgisson, el Farinelli del pop. El grupo se sostiene en su extraordinaria y extravagante voz, en ese sonido de terremoto sacado de una guitarra con un arco de violín. Sin él serían un grupo del montón. Esta vez no hubo lunas ni marabunta orquestal, solo los teloneros For A Minor Reflection (por cierto, son muy buenos) poniendo la batucada de “Gobbledigook”. Pero sí que hubo intensidad, silencios canónicos y emociones cortando el aire de la atestada Riviera.
Impactante: el solemne homenaje de inicio al idílico “Agaetis Byrjun” (99) con “Svefn-G-Englar” y “Ný Batterí”; la gran fiesta de “Gobbledigook”, con confetti a mansalva incluido; los superpoderes de “Saeglópur”, que en vivo roza lo divino; “Festival” o esa nota sostenida durante más de treinta segundos; la majestuosa corona sobre la cabeza de Orri; el arco destrozado con saña que voló finalmente hasta el público… y sobre todo, “Popplagid”.
“Popplagid” fue una despedida apotéosica, más de diez minutos descomunales, una vomitona de ruido y fuerza, una jodida bomba en las entrañas. De esos finales que te dejan paralítico y sin habla, hasta el punto de no saber por dónde narices está la salida al mundo real. Una gran banda en directo. Una gran banda sin más.
www.sigur-ros.co.uk
Gran bola de fuego.
Islandia es un país remoto que apenas si trasciende; la gente solo se acuerda de él cuando se desploman sus mercados financieros o España juega en fútbol contra su selección. ¿Son Sigur Rós conscientes de la propaganda turística y costumbrista que hacen de su patria?. Me sigue costando creer que una banda tan particular se haya convertido en santa devoción de masas. Música bella pero complicada, desarrollos interminables, historias ininteligibles expresadas en una lengua rara que a veces suena hasta pueril. ¿Grupo de culto?. No. Los grupos de culto no venden discos, tocan en salas de no más de doscientas personas y solo están en boca de la minoría. Lo de Sigur Rós es el gran enigma del siglo XXI.
Escuchar esta música es imaginar. Imaginas glaciares, soledad, vaho, luces blancas, moradas y azules; sueñas brumas y una quietud indescriptible. Pero en directo estas visiones se transforman: los islandeses son puro fuego sobre el escenario. Un fuego prendido por Jonsi Birgisson, el Farinelli del pop. El grupo se sostiene en su extraordinaria y extravagante voz, en ese sonido de terremoto sacado de una guitarra con un arco de violín. Sin él serían un grupo del montón. Esta vez no hubo lunas ni marabunta orquestal, solo los teloneros For A Minor Reflection (por cierto, son muy buenos) poniendo la batucada de “Gobbledigook”. Pero sí que hubo intensidad, silencios canónicos y emociones cortando el aire de la atestada Riviera.
Impactante: el solemne homenaje de inicio al idílico “Agaetis Byrjun” (99) con “Svefn-G-Englar” y “Ný Batterí”; la gran fiesta de “Gobbledigook”, con confetti a mansalva incluido; los superpoderes de “Saeglópur”, que en vivo roza lo divino; “Festival” o esa nota sostenida durante más de treinta segundos; la majestuosa corona sobre la cabeza de Orri; el arco destrozado con saña que voló finalmente hasta el público… y sobre todo, “Popplagid”.
“Popplagid” fue una despedida apotéosica, más de diez minutos descomunales, una vomitona de ruido y fuerza, una jodida bomba en las entrañas. De esos finales que te dejan paralítico y sin habla, hasta el punto de no saber por dónde narices está la salida al mundo real. Una gran banda en directo. Una gran banda sin más.
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