DISCOS
BILL CALLAHAN. Sometimes I Wish We Were an Eagle.
Todos los nombres.
Vale, ya ha quedado claro. Bill Callahan es lo mismo que Smog. Que a su vez es lo mismo que (smog). Que a su vez es lo mismo que un músico de su tiempo pero intemporal. Música hecha para sobrevivir. Y la filosofía de la supervivencia nunca es fácil ni barata, pero otorga una cosa grande y maravillosa, cuyo significado desconocen muchos, o conocen pero luego olvidan: esa cosa se llama dignidad. Bill Callahan es el número uno de los supervivientes, esto es, de los dignos. De los pocos autores de nuestra época (tampoco somos tan jóvenes, hay que aceptarlo) que provocan y a la vez sanan la herida. Un día decidió que por qué llamarse tal pudiendo llamarse cual, que qué diantre importa el quién si lo que trasciende es el qué. Y así, en sus peregrinaciones nominales, sigue haciendo lo que sabe: prestidigitación con los acordes y las palabras. El suyo es el cancionero de un clásico. De un músico ilustrado y aplicado. De un músico imprescindible. Este tío se merece un reportaje; veremos cuándo.
Por lo pronto toca abordar su última entrega, segunda firmada con nombre propio. Si “Woke on a Whaleheart” (2007) lanzaba un repóker sobre la mesa, este “Sometimes I Wish We Were an Eagle” (2009) se antoja continuista. En él Callahan vuelve a dar cancha a los arreglos y acompañamientos orquestales, que enfrían el aceite hirviendo vertido por sus angostas guitarras. Guitarras que se han desenchufado para tejer canciones amables en la superficie, de trasfondo misterioso, sesgadas y con el copyright de su autor impreso a hierro y fuego. Si el anterior álbum deslumbró por su frescura y optimismo, este contiene menos sorpresas. Eso no significa descender de los niveles en los que el tejano de adopción se ha movido desde siempre: la cumbre, el lugar desde el que todo lo demás se aprecia diminuto. Ni tampoco significa nadar y guardar la ropa: hay equilibrismo, agujeros negros y alguna osadía incómoda. Desde la cumbre nace “Jim Cain”, que vuelve a envolver el oído en una sábana de seda; también “Too Many Birds”, pareja idónea de baile para “Sycamore”, cuyo último verso crece y se reproduce en un ingenioso juego de construcción (“if-you-could-only-stop-your-heart-beat-for-one-heart-beat”). La negrura y la inquietud se ciernen hacia el final; el músculo añadido por la línea de bajo en “My Friend” y la batería en “All Thoughts Are Prey to Some Beast” (¿no huele a Joy Division?) las hace tentaculares y siniestras. El círculo asfixiante lo completa “Invocation of Ratiocination”, un experimento atmosférico novedoso que desemboca en la extensa “Faith/Void”. En ella el protagonista es capaz de afirmar con total serenidad y repetidas veces “es hora de apartar a Dios, este es el fin de la fe” y quedarse tan ancho.
No es la primera vez que Bill Callahan asombra con su lírica feroz. Frases como “el amor es el rey de las bestias (…), un león por las calles de la ciudad” (“Eid Ma Clack Shaw”) siguen consagrándolo como eminencia de los textos, caballero de la metáfora y la afilada verdad, del contrasentido y del doble sentido. Mientras en el caso de otros la música dicta el camino de las palabras, él elige la inversa: el trazado de la canción queda sometido al discurso de su voz, la gran voz, suya y de nadie más. La voz de todos los nombres.
www.myspace.com/toomuchtolove
Todos los nombres.
Vale, ya ha quedado claro. Bill Callahan es lo mismo que Smog. Que a su vez es lo mismo que (smog). Que a su vez es lo mismo que un músico de su tiempo pero intemporal. Música hecha para sobrevivir. Y la filosofía de la supervivencia nunca es fácil ni barata, pero otorga una cosa grande y maravillosa, cuyo significado desconocen muchos, o conocen pero luego olvidan: esa cosa se llama dignidad. Bill Callahan es el número uno de los supervivientes, esto es, de los dignos. De los pocos autores de nuestra época (tampoco somos tan jóvenes, hay que aceptarlo) que provocan y a la vez sanan la herida. Un día decidió que por qué llamarse tal pudiendo llamarse cual, que qué diantre importa el quién si lo que trasciende es el qué. Y así, en sus peregrinaciones nominales, sigue haciendo lo que sabe: prestidigitación con los acordes y las palabras. El suyo es el cancionero de un clásico. De un músico ilustrado y aplicado. De un músico imprescindible. Este tío se merece un reportaje; veremos cuándo.
Por lo pronto toca abordar su última entrega, segunda firmada con nombre propio. Si “Woke on a Whaleheart” (2007) lanzaba un repóker sobre la mesa, este “Sometimes I Wish We Were an Eagle” (2009) se antoja continuista. En él Callahan vuelve a dar cancha a los arreglos y acompañamientos orquestales, que enfrían el aceite hirviendo vertido por sus angostas guitarras. Guitarras que se han desenchufado para tejer canciones amables en la superficie, de trasfondo misterioso, sesgadas y con el copyright de su autor impreso a hierro y fuego. Si el anterior álbum deslumbró por su frescura y optimismo, este contiene menos sorpresas. Eso no significa descender de los niveles en los que el tejano de adopción se ha movido desde siempre: la cumbre, el lugar desde el que todo lo demás se aprecia diminuto. Ni tampoco significa nadar y guardar la ropa: hay equilibrismo, agujeros negros y alguna osadía incómoda. Desde la cumbre nace “Jim Cain”, que vuelve a envolver el oído en una sábana de seda; también “Too Many Birds”, pareja idónea de baile para “Sycamore”, cuyo último verso crece y se reproduce en un ingenioso juego de construcción (“if-you-could-only-stop-your-heart-beat-for-one-heart-beat”). La negrura y la inquietud se ciernen hacia el final; el músculo añadido por la línea de bajo en “My Friend” y la batería en “All Thoughts Are Prey to Some Beast” (¿no huele a Joy Division?) las hace tentaculares y siniestras. El círculo asfixiante lo completa “Invocation of Ratiocination”, un experimento atmosférico novedoso que desemboca en la extensa “Faith/Void”. En ella el protagonista es capaz de afirmar con total serenidad y repetidas veces “es hora de apartar a Dios, este es el fin de la fe” y quedarse tan ancho.
No es la primera vez que Bill Callahan asombra con su lírica feroz. Frases como “el amor es el rey de las bestias (…), un león por las calles de la ciudad” (“Eid Ma Clack Shaw”) siguen consagrándolo como eminencia de los textos, caballero de la metáfora y la afilada verdad, del contrasentido y del doble sentido. Mientras en el caso de otros la música dicta el camino de las palabras, él elige la inversa: el trazado de la canción queda sometido al discurso de su voz, la gran voz, suya y de nadie más. La voz de todos los nombres.
www.myspace.com/toomuchtolove
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