27 mayo 2024

REPORTAJES

BESOS DE ALAMBRE DE ESPINO 

La historia de The Jesus and Mary Chain 

“Some said I was a freak, I am a freak

They said I was weak, I am a freak

They said I was incomplete, I am a freak, I am a freak” 

Estos son los versos iniciales de “Cracking Up”, tema que The Jesus and Mary Chain incluyeron en su LP “Munki” de 1998. Y es una estrofa que lleva en nuestras cabezas años, podría decirse retóricamente que siglos, echando mano de ella siempre que nos entra la vena revolucionaria. Porque en efecto, somos raros. No porque lo seamos en realidad, sino porque es un sambenito que nos han colgado los ignorantes, los planos mentales, los que se dejan llevar por la corriente de las masas. Si escuchas cierta música, eres raro. Si lees literatura europea del siglo XIX y XX, eres raro. Si te gusta el cine sin efectos especiales, eres raro. Si no vas a las fiestas de carnaval ni a la verbena del pueblo, eres raro. En fin, yo soy rara. “I am a freak”. A mucha honra. 

Y los hermanos Reid tampoco puede decirse que sean (o hayan sido) de lo más normalito. Ellos pusieron una pica en Flandes casi sin pretenderlo, entendiendo por pica su contundente sonido miasmático post-post-punk y por Flandes el panorama del rock británico en los ochenta. Eran raros porque no salían de su habitación, porque mientras todo el mundo hablaba de ellos, ellos se pasaban las horas muertas viendo la tele o inventando collages visuales caseros. Eran raros porque no se relacionaban normalmente con la gente, porque eran un pozo oscuro al que había que asomarse con tiento, porque la liaban parda a la mínima de cambio, y no porque fueran unos camorristas profesionales (solo bebedores profesionales), sino porque su espíritu introvertido y rotundamente freak los llevaba a esos extremos provocativos. Se subían al escenario y se transformaban en un volcán. Se ponían tan beodos que no controlaban el volumen, ni el efecto, ni la estrofa, ni el tempo ni el ambiente, de ahí que sus shows fueran al principio pequeñas reyertas de escasa media hora con gresca y daños colaterales. Ya lo contaba Bobby Gillespie en sus propias memorias; él, que asumió las baquetas del combo entre el 84 y el 86, narraba con humor aquellas batallas en las que había que esquivar botellas y puños volantes. Pensándolo ahora, da miedo. Pero aquellos eran otros tiempos y lugares. Era la época de la Thatcher, las crisis culturales, la desindustrialización y el paro, y de la búsqueda de nuevas formas de canalizar el descontento. Así los “Jesus Mari”, como siempre los hemos mentado cariñosamente, se encargaron de echar madera a la lumbre con unos primeros singles y un “Psychocandy” (85) que eran un puro desafío al recato sonoro y las buenas formas. Y el fuego prendió. 

Este libro narra la historia de la banda desde su génesis en East Kilbride a través de la exquisita pluma de la artista todoterreno y fanática musical Zöe Howe, apoyándose en las voces de sus protagonistas (excepto la de William Reid, que optó por tocar los huevos, como siempre). Y lo que a priori podría antojarse un relato oscuro y deprimente, a tenor de los hechos y el carácter marginal del grupo, deviene en una composición divertidísima, llena de citas clave, hilarantes confesiones y una luminosidad inédita. He aquí a los auténticos The Jesus and Mary Chain, que no son exactamente el cuadro gótico de tristeza, rictus mustios y pelos cardados que siempre los precedió. Evidentemente, el tiempo ha transcurrido, las adicciones se controlaron, las vidas se encarrilaron, y la madurez nuevamente aporta la calidad de visión retrospectiva y entonación del mea culpa eterno. Pero hay una cosa que nos choca y siempre nos chocará de esta banda, y ahí va la gran pregunta: ¿cómo es posible que haya logrado sobrevivir? De sobra es conocida (y más si lees este libro) la relación de amor-odio de Jim y William Reid, sus disputas, a veces ebrias, a veces estúpidas, sus choques de carrocería impulsivos y reiterados. Peleas constantes sobre las tablas, en los estudios, en los camerinos, en los bares. Quisieron matarse mutuamente en múltiples ocasiones, hablaron pestes el uno del otro en otras tantas, montando ese circo insoportable que gente como Douglas Hart, John Moore, Ben Lurie, Steve Monti o el propio Bobby Gillespie tuvieron que tragarse apretando los dientes. Se alejaron en ocasiones para respirar, y cuando parecía que nada ni nadie podría reflotar la nave, la fuerza magnética volvía a acercarlos para dar otro paso en forma de disco, homenaje o gira. Y ahí siguen: acaban de publicar un nuevo álbum, “Glasgow Eyes”, grabado en el Castle of Doom de Mogwai, y vuelven a lanzarse a la carretera. El sábado tocaron en el Tomavistas y los testigos cuentan que fue un show magnífico, potente, lapidario (la menda está coja y se lo perdió, ay), en el que no faltaron hitos como “Happy When It Rains”, “Head On”, “Sidewalking”, “Blues from a Gun” o “Reverence”. El flamante álbum tampoco defrauda. Sin perder su esencia, se trata del disco perfecto para contentar a los de siempre y ganar nuevos socios. Canciones como “Venal Joy”, “Mediterranean X Film”, “Discotheque” o “Chemical Animal” los muestran en un dulce momento creativo. Hasta se atreven a hacer un homenaje a las grandes bandas de los sesenta y setenta en “The Eagles and The Beatles”, o a The Velvet Underground en “Hey Lou Reid”. 

Pero lo que hay que agradecer a los Mary Chain, aparte de su empecinamiento musical, es la integridad que han mostrado a lo largo de toda su carrera. Nacieron en los márgenes de una industria que detestaban, y se han mantenido en ellos hasta la fecha, sin vender su alma al diablo dólar (o euro, o libra). Es cierto que pasaron por algunos aros evitables, como aquel Lollapalloza de 1992, pero ¿por qué cuando uno piensa en una banda estrictamente independiente siempre se acuerda de ellos? A artistas así, con su autenticidad y su obstinación, hay que amarlos sí o sí. En eso consiste ser un verdadero freak. 

Algunas citas interesantes: 

Queremos triunfar, pero queremos hacerlo a nuestra manera” Jim Reid a Picture Disc, 1985 

La reacción a nuestra forma de ser era instantánea. La gente quería matarnos o echarnos del escenario. Eso sí: no había hipocresíaDouglas Hart 

Eran auténticos frikis, sin mucha vida social. Bichos raros, como yo. Eran chavales de rock´n´roll, básicamenteBobby Gillespie sobre The Jesus and Mary Chain 

“Jim es la estrella del rock. Yo soy más de batín y zapatillasWilliam Reid a Adam Sweeting para la revista Q 

<Estrella del pop> no es más que un sinónimo de <montón de mierda>Jim Reid 

En un par de ocasiones de gira, sentí que mi verdadero papel era impedir que los Reid se mataran entre ellosSteve Monti 

“¿Mis tres deseos? Que viniesen unos estraterrestres a gobernar el planeta y lograsen que todo el mundo fuera amable con los demás. Que trajeran muchas drogas sin efectos nocivos. Y que me diesen licencia para matarJim Reid a Kitty Empire en NME, 1998

03 mayo 2024

REPORTAJES

MAÑANAS NEGRAS COMO EL CARBÓN Y TARDES DE PERSIANAS BAJADAS 

Brett Anderson confiesa 

Es curioso lo de moda que se ha puesto que los músicos escriban sus memorias. Antes sudábamos para encontrar una biografía o autobiografía en condiciones, más allá de los llamados “clásicos malditos”, pero ahora hay historias por doquier (en la estantería tengo unas cuantas preparadas, amén de las ya leídas y pendientes de revisión). Aunque claro, cualquier músico no vale. Es decir, que sí, que hay músicos con excelente ingenio y capacidades sobradas, pero lo que de verdad parece importar es lo que dicen esos músicos que llevan años y años bregando contra la luz y las sombras, los contratos y las carreteras, los excesos y los remedios. Es el caso de Brett Anderson; más de treinta años al frente de Suede, con una década de hiato en la que no se estuvo quieto (The Tears, cuatro trabajos en solitario, colaboraciones). Y resulta curioso poder conocer a este tipo más allá de lo que siempre nos sugirió: un ser etéreo, una pose, un medio ciborg, con esa aura de androginia, misterio y fatalidad, muy a lo Bowie. Fuimos fans modestos de Suede en los 90; teníamos sus discos (grabados, no originales), tarareábamos sus canciones y las arpegiábamos como podíamos, asistimos a un par de conciertos. Pero eran un grupo más dentro de la vorágine del dichoso brit pop, aunque nacieran antes de que el globo estallase y nada tuvieran que ver con los otros agentes de la movida. 

Ha sido el presente el que nos ha reconciliado con esta banda. Sus últimas actuaciones hicieron que reverenciáramos su perseverancia, su rabia y generosidad sobre las tablas. Tras tantos años de idas y venidas siguen estando ahí, con la última de las formaciones (Brett Anderson, Mat Osman, Simon Gilbert, Richard Oakes y Neil Codling), con mejores o peores temas, pero dándolo todo a todos: a sus antiguos y obstinados seguidores (hola, Edu), a los hijos o sobrinos de estos, a la new generation con curiosidad por el pasado. Y quizá por eso, porque hemos visto a Brett en su mejor forma y con las mayores ganas, que nos entró el gusanillo de saber de qué es capaz de hablar más allá de su figura de popstar, aún a riesgo de encontrarnos con una biografía como tantas. 

No un libro, sino dos, ambos con títulos románticos y evocadores de tristes nostalgias. “Mañanas negras como el carbón”, publicado en 2018, nos acerca a su infancia en los suburbios londinenses y nos muestra algo que no imaginábamos: sus orígenes pobretones y marginales. Nos va llevando de la mano por una adolescencia y juventud llena de dubitación familiar, profesional y habitacional, en la búsqueda del yo y su lugar en el orbe. En estas páginas se gesta la pasión heredada por la música, el nacimiento de Suede, la importancia de Justine Frischmann en los albores existenciales del narrador y de la banda, así como los gérmenes de esa mítica alianza Anderson-Butler que tanto recuerda a la de Morrissey y Johnny Marr (quizá hable de ellos un día de estos). La historia de esta parte abarca hasta la firma del primer contrato discográfico con Nude Records, y deja la puerta abierta a una continuación necesaria. 

Y esa continuación llega, en efecto. A la mañana sigue la tarde. “Tardes de persianas bajadas” sale en 2019 para seguir con el relato, navegando por cada uno de los discos grabados hasta “A New Morning” (2002). Destacan sobre todo esas explicaciones sobre el nacimiento de muchas canciones, cómo brotaron y de qué estímulos surgieron, y cómo las ve su creador tras pasarlas por la depuradora de tres décadas. Por supuesto, el tiempo las ha convertido en laberintos y galimatías indescifrables, o libremente descifrables. Ahora ya no nos paramos a profundizar, a pensar qué quiere decir ese verso retorcido. Nos limitamos a canturrearlas: “High on diesel and gasoline”, “We are the pigs, we are the swine”, “Animal, he was an animal”, “We´re so young and so gone”, “I was born as a pantomime horse”, etc. Los años llevan estas melodías y sus codas al estatus de clásico, más allá de sus significados o trascendencia intelectual o filosófica. 

Pero lo que da un valor agregado a las memorias de este tipo es su capacidad para la narrativa implacable, resultando absolutamente aplastante y adictivo. Su desahogo es un ejercicio brutal de autocrítica, vertiendo opiniones, confesiones y teorías sobre sí mismo sin filtro. De manera elegante, poética y sincera, Brett nos demuestra su carácter leído y vivido, haciendo un análisis de la evolución musical y personal del grupo y de sí mismo. También de su relación tortuosa con los medios, que los vendieron como moderna caricatura de la decadencia más chic. Hay palabras amables para todos los actores secundarios que tuvieron un papel importante en la vida y en la banda, e ignorancia hacia los seres irrelevantes o los capítulos escabrosos. Hay mucha sabiduría en sus palabras, descubriéndonos a un gran escritor rezagado. Y curiosamente, ese escritor insiste en dejar claro que, como músico e instrumentista, siempre ha sido pésimo. Bueno, quizá no tanto. Lo que está claro es que a través de sus memorias hemos conocido que no estamos ante un extraterrestre, sino ante un ser humano razonado y sereno, de vuelta de los engaños de la industria y el mundo en general. Y es bueno acercarte a los iconos o ídolos de una era y comprender que están hechos de la misma pasta que tú. O quizá es que cerca o más allá de los cincuenta a todos nos da por lo mismo: ponernos melancólicos y hacer balance de lo que fuimos y en qué nos hemos convertido. Quizá Brett Anderson no sea una excepción. Quizá, definitivamente, él sea igual que todos, igual que nosotros.