Oporto. Parque da
Cidade. 7, 8 y 9 de junio.
Reencuentro con la marca Primavera Sound después de
siete años. Esta vez en Oporto, no en Barcelona. Una sucursal rentable para la empresa,
desde luego: cartel mínimo para aforo máximo. Los festivales en Portugal son
diferentes. Están llenos de portugueses, evidentemente. También hay muchos
españoles, muchísimos. El inglés se oye poco, únicamente como conducto
comunicativo estandarizado. El ambiente en general es pacífico, sosegado y
contemplativo. El NOS Primavera Sound es un festival civilizado donde se
permite llevar paraguas. El Parque da Cidade es un bonito lugar para oír
música, pero un mal sueño si tienes movilidad reducida o si está lloviendo. Y
Oporto es una ciudad que combate la decadencia, en notoria evolución, acogedora
y fraternal, la ciudad de lo vintage.
Y Nick Cave
es Nick Cave; es decir, el más
grande y quizá único cabeza de cartel de una oferta esmirriada y paticorta, la
razón por la que muchos se acercaron (nos acercamos) a Matosinhos, sus
compañeros de generación orgullosos y curtidos y las nuevas generaciones que
corean “Tupelo” o “Red Right Hand” con disciplina militar. Puede
que el australiano y las semillas marcaran la más alta cota de excelencia del
festival, al mismo tiempo que se alcanzaba la cota máxima de agua caída por
metro cuadrado. Porque sí, la lluvia fue el otro cabeza de cartel, la
amenazante y a la postre incomodante compañera de unas fatigas mucho más duras
que de costumbre. Salvando el viernes, la lluvia condicionó las primeras horas
del jueves y casi todas las del sábado, privándonos de Waxahatchee, de Public
Service Broadcasting, de War on
Drugs, de cosas que a fuerza de ser difíciles devinieron en imposibles.
Así que el jueves nos conformamos con Ezra Furman, tras haber atisbado la
insustancia de The Twilight Sad y la
astracanada de Starcrawler, de haber
esperado a Father John Misty hasta
el hartazgo y de haber aplaudido el final de Rhye. Y el encantador Ezra salva un día que se antojaba para olvidar con
un sublime y variopinto recital con casi de todo: zarpazos punk (“I Wanna Destroy Myself”), filigranas pop
(“Haunted Head”, “My Zero”, “I Lost My Innocence”), épica rock (“Drawning Down to L.A.”, “No
Place”). Una inmensa bola de música viva que gira y gira saludando a Bowie
y a Springsteen, una inmensa banda capaz de replicar en vivo el más difícil
todavía y un inmenso tipo con salvas y amores para los incomprendidos, las
mujeres, los refugiados y para todo el universo.
El viernes comenzaba echando un ojo a Black Bombaim y su incombustible
progresión maratoniana de elementos básicos: guitarra, bajo y batería.
Demostración de contundencia a base de inmensos desarrollos como los de la
colosal “Africa II”. Para amantes de
las guitarras afiladas y las canciones sin fin. Después llegaba la esperada
hora de Amen Dunes. Damon McMahon ha
firmado con “Freedom” (2018) uno de
los mejores discos de lo que va de año, y de él se nutrió casi todo el set
(solo una mención al pasado con “Splits
Are Parted”). Canciones como “Blue
Rose”, “Time”, “L.A.” (dedicada a Sinatra) o “Miki Dora” (dedicada al mítico surfero
californiano) ponen en valor la elegancia de un proyecto de un tipo la mar de
elegante, que en directo cobra accesibilidad y desprende una luz que hipnotiza.
A continuación, la puesta de largo de una mujer de voz impresionante: Mattiel. ¿Y quién es esta chica que
canta de esta forma? Pues se sabe que se apellida Brown, que es de Atlanta y
que es pluriempleada (también se dedica al diseño y la ilustración). Pero es más
lo que se intuye que lo que se sabe, de dónde sale esa irresistible y adorable antigualla
sónica. Se hace acompañar por una banda espectacular y magnética, y entre todos
reproducen a la perfección los cánones más tremendos del soul, el R&R, el
R&B y el country, trazando un show harto de potencia, trepidancia y osadía.
Ella no es que tenga mucho brío, pero su garganta la lleva en parihuelas.
Antes de que la gran voz se apague acudimos a la
llamada de Breeders. Y aunque las
hermanas Deal no estén en su mejor estado de forma, a sonrisas no hay quien las
gane. Comienzan con “New Year” (la
cosa promete), alternan las novedades (“Wait
in the Car” y “Spacewoman” son
realmente buenas) con sus esperadas y clásicas “No Aloha”, “Divine Hammer”,
“S.O.S”, “Driving on 9” o “Cannonball”.
Y entre presente y pasado, guitarras distorsionadas, bajos desdoblados y bromas
inocentes la tarde va pasando en un risueño estado contagiado de su propia
felicidad. Da igual que suenen bien o mal; son simpáticas hasta decir basta. Posiblemente
rubricaran con “Gigantic”, como viene
siendo habitual. No puedo asegurarlo porque no llegué hasta el final. Logística
festivalera.
A Grizzly Bear
ya los había visto dos veces anteriormente, y las dos sentí lo mismo: asombro y
respeto. La tercera vez era esta y exactamente las mismas sensaciones. Los
mismos pensamientos y el mismo impacto. Cuando los veo me acuerdo de la panda
de raritos del instituto. Cuando los oigo pienso que esa panda finalmente hizo
una peineta bien grande a todos los demás. Su sonido es tan especial que no
debe de ser nada fácil ecualizarlo, y quizá por eso “Losing All Sense” y “Cut-Out”
sonaron tan terribles, con los bajos tan altos y los altos tan bajos. Mal
asunto pero bien resuelto. En la mesa había un técnico que supo pillar el punto
y a mitad de “Fine for Now” ya todo
tenía otro color. Y es que no hace falta demasiado para alcanzar la categoría
de mayúsculo espectáculo; tan solo canciones impecables (“Ready, Able”, “Mourning Sound”,
“Sleeping Ute” o “Two Weeks” sin duda lo son), buenas
voces (las de Ed Droste y Daniel Rossen son dos voces majestuosas) y un gran
dominio del humo y la luz. El final con la conmovedora “Sun in Your Eyes” fue de esos episodios míticos que dejan una
huella imborrable.
Pasamos al sábado, el gran día de Zeus. Lluvia
moderada para recibir a Rolling
Blackouts Coastal Fever, uno de los hallazgos más deslumbrantes del
festival. He aquí a un ejemplo de banda colaborativa, con no un solo frontman
sino tres, donde todos tienen la palabra e importan tanto como el de al lado. A
su antología de temas encomiables con regusto ochentero se unen energías y
conexiones indelebles en el escenario. “Talking Straight”, “Wither with You”, “Sick Bug”,
“Mainland”, “Wide Eyes”, “Fountain of Good
Fortune” y “French Press” son abrumadoramente
brillantes, y ellos son tan efectivos que las hacen todavía mejores. La lluvia continúa para asistir a Flat Worms. Los angelinos no han
inventado nada (otro trío de guitarra, bajo y batería), pero canciones como “Motorcycle”, “Pearl” o “11816”
demuestran la universalidad y eternidad de aquella cosa llamada punk que nació
hace cuatro décadas y que sobrevive con una estimulante dignidad.
Un breve descanso bajo techo y vayamos a adorar al tío
Nick, porque está claro que las plegarias a otros dioses son en vano y sigue
lloviendo. Nick Cave & The Bad Seeds
tienen el título de “mejor banda en directo de todos los tiempos”, al menos
para Curtains. Eso es algo que ya nadie les va a quitar. Pero el planteamiento
ha cambiado desde hace algunos años; ahora es Nick Cave, vis a vis, cuerpo y
alma, carne y hueso. Y los Bad Seeds son algo que está allá, a lo lejos,
sombras y nubes que pululan por un lujoso escenario. Demasiada personalidad
para integrarla en un gran conjunto. Así que en estos tiempos el australiano se
dedica a buscar el calor de la gente, a imponer las manos, a dejarse agasajar
por una multitud que lo venera como a una deidad. Y algo de mitología hay en
él, algo de sobrehumano y mesiánico, o si no ¿cómo puede causar tanto impacto que
te vomité “From Her to Eternity” a
metro y medio? Dan ganas de decir amén. Sobre el incontestable manto que le
tejen sus imponderables esbirros (los Ellis, Casey, Sclavunos, Wydler, Vjestica
y Mullins), el cazador apunta, dispara y atrapa su presa. Da igual que sean los
aquelarres habituales (“From Her to Eternity”, “Tupelo”, “Red Right Hand”, “The Weeping
Song” o “Stagger Lee”), las
novedades petrificantes (“Jesus Alone”,
“Magneto”, “Girl in Amber”) o los rescates de las mazmorras (“Do You Love Me?” y “Loverman”). Da igual que prime la calma (“Into My Arms”) o el delirio (“Jubilee
Street”). La potencia de su mensaje, de su mecánica y de su arte es tan
poderosa que bien vale dos horas bajo el aguacero padre. Él también acabó
empapado hasta los huesos: una comunión completa y total. Música de otra
dimensión.
Y nada mejor para acabar el festival que otro
encuentro con esos a los que tan bien conocemos, esos que sabes que no van a
fallar. En efecto, Mogwai no
fallaron, a pesar de las goteras, de los aprietos técnicos, de esa guitarra
muda que saca al paciente Stuart de quicio. Ya nos los sabemos de memoria pero
siempre hay alguna sorpresa en la recámara; como que “Mogwai Fear Satan” sea prólogo en lugar de epílogo, o como la
recuperación de “Auto Rock”. No faltó
“Rano Pano” ni tampoco Jim Morrison,
como tampoco podía faltar ese hit adorable que es “Party in The Dark”. No faltó el lado más core (“Old Poisons”) ni el lado más trance (“Remurdered”). Un concierto inventario de
sus mil caras, versiones y propósitos. Monumentales por derecho propio.
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