Recordábamos a un Matt Ward
distinto. Lo recordábamos abrigado, fastuoso, grandilocuente. Pero a veces es
necesario conocer la parte desnuda del producto. La parte más íntima y
accesible, aquella que se enfrenta cara a cara con la audiencia, de tú a tú. En
ese contexto el cantautor californiano es naturalidad e improvisación, cercanía
y complicidad. Es la estrella por un día en una sesión de bar a micro abierto.
Aquel que desafía los estándares y se desenchufa, se aleja del micrófono
poniendo a prueba la acústica de un teatro que rebosa entusiasmo ante tan
magnético ataque de frugalidad. Es el caballero que desfila por el escenario
sometiendo su guitarra al arbitrio de su voluntad, sin importarle que tal o
cual nota suene raspada o arañada. Un psicoanalista que dibuja en los cerebros
a Bob Dylan, a Leadbelly, a Buddy Holly
o a Johnny Cash. El que se permite
chistes, chanzas y autocríticas, o se autoinmola traduciendo versos de “I Get Ideas” al castellano, el que pide
perdón, el que agradece, el que quita importancia a lo que da y magnifica lo
que recibe. Matt Ward en unplugged
es un bardo contemporáneo, un metapoeta de lo mundano. Es el benefactor y el
prócer en las exhibiciones vocales de Courtney
Jaye, su compañera puntual en escena. Es el hombre que escribe magníficas
canciones (“Chinese Translation”, “Hold Time”, “Sad, Sad Song”, “Poison Cup”
o “For Begginers”) y el que se adjudica
en justa subasta las escritas por otros (“Rave
On”). El que pone su inefable y particular grano de arena en esa inmensa
playa que es la música popular. Un grande entre los grandes.
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