Muchos meses estuvo en barbecho este disco, y todo por culpa de
Donald Trump. Superado el disgusto y el luto, Beck decide que no hay mejor manera de combatir al enemigo que con
una buena juerga. Porque su nuevo trabajo no es otra cosa que una fiesta
supina, una auténtico jubileo de funk y dance.
Cuidado: “Colors”, “Seventh Heaven”, “I´m So Free” o “Dreams”
son corrosivamente adictivas. Aquí no hay nada que no hayan hecho antes los más modernos del lugar, aunque
tratándose de quien se trata es más fácil prestar atención y asumir el
resultado. Haga lo que haga, su imponderable itinerario artístico y su prestigio
lo avalan. A bailar se ha dicho.
Poeta, bohemio, músico autodidacta, ex sin techo y ex artista
callejero, la biografía de este británico es sin duda un cuento de película. De
ahí que su música resulte tan particularísima y no deje indiferente. Cita como
sus héroes a Nina Simone, Tom Waits y Nick Cave, así que no es casualidad que el espíritu de los tres
deambule por este “I Tell a Fly”, un
álbum sinuoso, ambicioso y elegíaco. Piano y clavecín (o algo parecido) son las
herramientas más empleadas, aunque el protagonismo se lo lleve nuevamente la
voz del bardo y su infinidad de recursos vocales. Ungido por las sombras de sus
héroes, de ancestros soñados y de clásicos como Satie, Debussy o Chopin,
compone una obra inclasificable y atemporal, puente entre el pasado y un futuro
aún intangible, solo imaginable.
COLIN HAY “Fierce Mercy”
A veces hay discos que entran por los ojos. Este lo hace a
través de su preciosa portada. Músico y actor, veterano en la sombra, lento
pero constante, Hay lleva componiendo desde los ochenta y ha participado en
multitud de proyectos musicales y televisivos. Su último trabajo se estrena
sobrado de poderío y esperanzas, con dos joyas como “Come Tumblin´Down” y “Secret
Love”. Después todo se estanca en un diccionario country-pop de medios
tiempos, correcto pero pantanoso. Un disco que, a pesar de todo, lo convierte
en pariente lejano de dos monstruos como Ray
Davis o Paul Weller.
El disco del año. Indudable e intocable. Seis años para
concebir y alumbrar una obra que, por dedicación y obstinación, estaba obligada
a ser lo que se esperaba que fuera: otra hermosísima epopeya onírica y pastoral.
Sumamente valiente es la apertura con “I
Am All That I Need/Arroyo Seco/Thumbprint Car”, un triple movimiento que
bien puede enganchar por el cuello o tirar de espaldas. Una vez superado el
trance, “Crack-Up” fluye y refulge a
su antojo. Afincado definitivamente en las más altas cimas compositivas e
interpretativas, Robin Pecknold vuelve
a demostrar que lo que llamamos folk no es sinónimo de simplismo: es todo un
mundo y aún no está agotado. Delicada y decorosa obra maestra lograda
ensartando pequeñas labores orfebres, del calado y la belleza de “Cassius,-“, “Kept Woman”, “Mearcstapa”,
“On Another Ocean (January/July)” o
“Fool´s Errand”. Un disco monumental.
Pequeño homenaje merecido para esta banda, grandes de los 80, gregarios
de lujo en la escena británica new wave.
Difícil seguir la estela de un grupo que aparece y desaparece como el Guadiana.
Por casualidad atrapamos “Take Me To The
Trees” a mediados de año, un álbum que ni pintado para rescatar destellos
ochenteros. No los artificiales años 80 de pega que se fabrican ahora, no; los
auténticos 80, la economía de sonido, la gravedad y la claustrofobia. Con pelotazos
como “Moonbeam”, “Sweet Revenge” o “Flood of Light”, o con melodías como las de “I Feel Small” o “Trees”
(un guiño presuntamente involuntario al “Heroes”
de David Bowie), es fácil echar de
menos cualquier tiempo pasado. Aunque esto sea el presente.
¿Quién dijo que Mogwai
fueran cosa fácil? Hay que dedicarles tiempo y paciencia. El tiempo y la
paciencia que requiere su último álbum, mayormente neutro en las primeras
escuchas. Pero qué bueno es vivir la música en directo, pues no hay directo
como el suyo para asentar conceptos. No es un disco relevante, pero a base de
tenacidad “Coolverine”, “Brain Sweeties” o “Crossing The Road Material” se transforman en clásicos
concienzudamente macerados, “Old Poisons”
desbanca a “Glasgow Mega-Snake” y “Batcat” como filón diabólico, y “Party in The Dark” consigue
introducirlos en el universo pop por la puerta grande.
De Ryan Adams ya se
dijo todo lo que había que decir en las crónicas de su paso por España el
pasado verano. De “Prisoner” cabe
decir que es su vigésimo trabajo (solo, con Whiskeytown o con The
Cardinals), parido a lo grande como siempre, con un reverso de caras B
adicional que lo multiplica más que por dos. Canciones de extremada corrección,
rígidos moldes del estilo americana-para-todos-los-públicos, deudoras a veces
de Dylan, a veces de Sprinsgteen. Demasiado insulso en su global, pero salvado
por “Do You Still Love Me?” y “Anything I Say to You Now”. Dos
canciones épicas y contundentes que sonaron y sonaron sin descanso en el 2017.
El folk sigue estando de moda. No fue una vorágine de un día;
sigue habiendo muchos músicos que buscan su inspiración y su camino en el
sonido hedonista y psicodélico de los 60. Y nosotros, amantes de aquella
década, encantados. La oferta es amplia y hay de todo, dentro de la comúnmente
denominada escena neo-folk. Esta
banda de Filadelfia aporta la parte lúgubre y funeraria al legado; “Wilderness of Love” suena lánguido,
soterrado y perezoso, como una fotografía desenfocada, como un jugoso guiso a
medio cocinar. Y qué buenas serían “Green
Riverside”, “Indian Summer”, “Mad John” o “Darksiders´ Blues” con un poquito más de cocción. Con algo más de
luz, el efecto sería mucho más amable.
Qué elocuente y bienvenido regreso. Qué placer que bandas como
esta vuelvan, se crezcan y mantengan el orgullo intacto. Slowdive han renacido tras 22 años de aquel inclasificable “Pygmalion” (95). Y esta ha sido quizá
una de las mejores noticias de 2017. Sobre todo porque, lejos de perder su
esencia original, reivindican no solo su nombre, sino también su estilo. Un
estilo que parecía andar en horas bajas, defenestrado o simplemente
malinterpretado. Ocho canciones que vuelven a poner en valor el poder del
ruido, y la capacidad ingénita de convertirlo en algo bello. Maremágnum de
guitarras y susurros que vuelven a sumergirnos en un océano de prodigioso
bienestar. “Star Roving”, “Sugar for The Pill”, “No Longer Making Time” y “Go Get It” conforman la columna
vertebral de un álbum que camina erguido, y bien erguido.
SPOON “Hot Thoughts”
El aparente vuelco electrónico de Spoon ha dado sus frutos y los ha puesto en el punto de mira tras
largos años de meritorio esfuerzo y rácana atención. Una pena o una alegría,
según se mire. Nunca es tarde para hacer justicia. Y sí, quizá este sea su
disco de influencia más digital, pero Britt
Daniel es hijo del rock y no lo puede evitar. Por eso “Hot Thoughts”, “Do I Have to Talk You Into It” y “Can I Sit Next to You” despuntan sobre el resto. Un disco que va de más a menos, que se
desinfla levemente a la altura de “I
Ain´t The One”, culminando con el enésimo quiebro estilístico de la banda
en la experimental, jazzística y muy, muy sorprendente “Us”.
TEMPLES “Volcano”
Con un debú absolutamente perfecto, ¿qué queda para después? Rezumando
psicodelia por cada poro, alzando escaleras melódicas sinuosas, pisando el
pedal del falsete hasta el derrape y tirando de sintetizador hasta el hartazgo,
“Volcano” es superable e irregular. Cosas que
arraigan pero no a la primera (“Oh The Saviour”, “Born into The Sunset”, “Open
Air”), pasajes inofensivos (“Certainty”,
“How Would You Like to Go?”) y desechos
huérfanos de inspiración (“Celebration”,
“Mystery of Pop”). En cuanto a “Roman God-Like Man”, alguien está robando algo en alguna parte,
pero no sé dónde ni el qué. Larga vida al intocable “Sun Structures” (2014).
Símbolo consolidado de actos lúdicos, de humor negro y cultura
naif, la madurez sigue arrastrando a The Flaming Lips a nuevos test de
laboratorio. Otro experimento de bucles, ecos y fanfarria, sobredotado de
efectismo y grandilocuencia, y sin embargo menos sedante que aquel “The Terror” (2013). Ensamblado todo
dentro de un mismo hilo argumental, escasean las piezas acreedoras del término
“canción”, y en aquellas que lo parecen (“Sunrise”,
“The Castle”, “We A Famly”) rozan peligrosamente el autoplagio. Su extravagancia y
osadía tienden a infinito.
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