Pues sí, Javier Vielba tiene razón: ya no se estudia
filosofía en los institutos, quizá porque es mejor que la gente no piense,
porque es mucho más fácil gobernar máquinas que personas. Totalmente de acuerdo
con eso. También de acuerdo con lo de que a veces cantar ayuda y con el acierto
que supone fomentar un cercano feeling banda-público. Pero su excesivo y
maniaco chamanismo a ratos carga. Y dicho esto, no hay más objeciones. Porque Arizona
Baby se han consagrado como un valor seguro de nuestra música a base de remover
en los mejores géneros de siempre. La teoría del menos es más (tres sujetos,
tres instrumentos y chimpún) y el arte de modelar los sonidos clásicos como un
pedazo de plastilina para crear una nueva figura que supera el examen del
tiempo. Más cosas a su favor: a) punch para estribillos, puentes y
desenlaces redondos, b) una convincente y enorme voz, c) altísima capacidad de
improvisación, d) un guitarrista colosal y sublime que se llama Rubén Marrón.
Así pues, cómo no van a entusiasmar en masa, a los frikis del vinilo, los coleccionistas
de reliquias, los que sueñan con Nashville y Memphis, los descubridores de
nuevos mundos, los abrazatendencias de última generación. Suenan a antiquísimo y
flamante a la vez, campando a sus anchas por un escenario que muta de taberna
jacarandosa a plataforma experimental con un solo chasquido de cuerda.
Me enamoré hace unos años de “Second To None” (2009),
hasta el punto de meterlo en mi mochila de discos favoritos de todos los
tiempos junto a los universales. Esta vez
pasaron por él de puntillas (solo “The Thruth”, “Dirge” y
“Shiralee”), pero a cambio lanzaron un puñado de sus más recientes nickels
(y no de madera precisamente), algunos con baños especiales de soul,
psicodelia, boogie y un poco de zeppelin. Agarré con especial entusiasmo
y ahínco “Owners of The World”, “Create Your Own God”, “Real
Lies” y la babilónica “If I Could”, me las metí en el bolsillo y
cerré bien la cremallera. Sensaciones inolvidables que jamás hay que perder.
Crear espectáculo no es tarea difícil (ya lo hacen nuestros
políticos todos los días) pero crear un espectáculo como el de estos pucelanos
en vivo ya es otra cosa. Cada nota, cada gesto y cada boom encaja sin la
rígida sensación de haber trazado todo con escuadra y cartabón. Y el aura de Hank
Williams o de John Fahey vuelan por la sala, saludándose con otros
que se apuntan a la fiesta, como James Brown, Wilson Pickett o Arthur
Brown, porque esta fiesta, señores, es de todos. De ellos, de nosotros, de
los más grandes y de los que quedan por venir. Al final el barbudo chamán
vuelve a tener razón: la música solo da alegrías.
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