20 septiembre 2009

CONCIERTOS


ELVIS PERKINS IN DEARLAND. Madrid. Heineken. 18-9-2009.

Su peso en oro, su peso en pena.

Hagamos un experimento: metamos en la batidora a Buddy Holly, Woody Guthrie, Bob Dylan, Van Morrison, Nick Drake, Tom Waits, Elliott Smith, Jeff Buckley, Paul Simon, Donovan y Cat Stevens, y pongámosla en marcha. La mezcla se llama Elvis Perkins. Un tipo con una tremenda historia a sus espaldas, historia que ya todos sabemos. No hay medio informativo que no lo de a conocer sin basarse en ella. Cambiemos de tema, ¿no?. Hay que reconocer que a Elvis lo envuelve un aura de misterio, que despierta una ternura especial por su circunstancia, una empatía irremediable, ganas de darle un abrazo y decirle “lo siento”. Sus canciones exhiben un apasionante mundo interior, se clavan como puñales, tocan el alma, incitan a la reflexión y sirven de autoayuda. Pero cara a cara, la cosa es bien diferente: nada de cantautor (a él no le mencionen la expresión, la odia) de cabeza gacha, melancólico y derrotista. En persona Elvis es un tipo gracioso y espontáneo, con cara de pillín, con unas ganas locas de pasarlo en grande. La historia de cada cual es para siempre, y está claro que él nunca dejará de ser el chico con la espina en el costado. Pero su discreta, heroica y elegante huida hacia delante es casi tan encomiable como su calidad lírica y musical. Ha nacido un clásico, ha nacido una estrella.

Y no hablen de él como Elvis Perkins a secas, hablen de Elvis Perkins In Dearland. Hagamos un monumento a sus simpáticos colegas (Brigham, Wyndham y Nicholas, bonitos nombres), esos tres soles, esos tres encantos, brillantísima banda maximizadora de recursos (guitarra, Hammond, armonio, trombón, bajo, contrabajo, saxo, batería, bombo de hombre-orquesta, armónica, flautín y pandereta), animadora de festejos y transmisora de energía. Ellos dan a la música de Perkins el influjo que merece, la engrandecen poderosamente, arropando y cuidando a su amigo (uno más entre ellos, por cierto) como si fuera el hermano pequeño. El resultado de su comunión artístico-afectiva no puede ser más rico y variado, navegando por los siete mares de la música popular americana (gospel, blues, folk, country, soul, R&B y rock´n´roll) con una pulcritud exuberante, compartiendo con todos las vivencias de ese palpitante viaje, enseñándolo en pequeñas instantáneas color sepia. Viendo la actitud del conjunto en escena, nadie diría que están hablando de tristeza, muerte, soledad, la Biblia y el juicio final. Pero sí, hablan de ello y de qué manera más brutal. Con vehemencia y sentimiento, expulsando al diablo en cada grito, Elvis canta cosas como “I can´t hold my life in the march on glory”, “what am I if bound to walk in chains ´til I die”, “do you ever wonder where you go when you die?”, “black is the colour of my blood”, “when I go to heaven, I swear you will go with me”, “it´s dark in the night and I´m up here all alone” o “let´s plant a flowering-tree here in the rubble and debris, I´ll tend it with a tear”, y con cada una de esas sentencias hay un pequeño escalofrío. Acto seguido vuelve a renacer la juglaría, llega el alivio y la conclusión a la que todos parecemos querer llegar: qué puta es la vida, pero qué bello es vivir. Así son las cosas y así nos las han contado.

En cuanto al repertorio, poco importa que se olvidaran de “Ash Wednesday” y “123 Goodbye”, pues en su lugar aparecieron, como por arte de magia, la tristísima y magnética “The Night & The Liquor” y una versión acústica de “Moon Woman II” ante la que Elvis se mostraba dudoso por tenerla mucho tiempo olvidada (la bordó). Por supuesto, “Elvis Perkins In Dearland” (2009) fue el gran protagonista: “I Heard Your Voice in Dresden” y “Hey” contagiaron hermandad y diversión, “Chains, Chains, Chains” sonó a brisa de mar, “I´ll Be Arriving” se despojó del disfraz de Tom Waits para enfundarse el de Stevie Wonder, “Shampoo” se consagró definitivamente como nuevo clásico con una ejecución inmaculada, y “Hours Last Stand” y “How´s Forever Been Baby” desataron (en vivo, todavía más) la típica lluvia emocional, incontenida en privado, contenida en público. ¿Y “Doomsday”?. De ella hablaremos después. Por su parte, “While You Were Sleeping” volvió a la apertura como antaño, en aparición solitaria de Perkins y suma gradual del resto. La recreación western de “All the Night Without Love” y la solidez de “May Day” afirmaron a las claras la condición sine qua non del buen músico: destreza en la mutación de las composiciones a la hora de plasmarlas en directo. Y “Emile´s Vietnam in the Sky” se coló por ahí aportando un toque de intimidad; el sutil recital en francés trajo a la mente el “The Partisan” de Cohen una semana antes. También se mostraron ilusionados con la aparición de su nuevo “Doomsday EP” (en octubre), compendio ejemplificador de su devoción por raíces y antepasados. “Stay Zombie Stay”, “Weeping Mary” (canción de folclore, según Nick Kinsey en aceptable castellano), “Stop Drop Rock´n´Roll” y la sobrecogedora “Gypsy Davy” (nada que ver con la del clan Guthrie) son como el reflejo que devuelve el espejo de la tradición americana. Y es que América no solo da miedo y disgustos. A veces da alegrías muy grandes en forma de buena música. Y Elvis Perkins In Dearland son la última de esas alegrías, un faro al que seguir, una fuente de esperanza, un soplo de aire fresco para nuestros corazones, y la confirmación de que nuestra generación (la de los natos en los setenta, la de los treintañeros) tiene la pluma y la tinta para escribir un espléndido futuro. Con motivo de su anterior visita a Madrid y en una entrevista, el hijo de ya sabemos quienes decía lo siguiente: “Creo firmemente en el poder sanador e inspirador que una buena canción puede transmitirle a una buena persona”. Y yo, Elvis, y yo.

Momento “Doomsday”: Convertida a conciencia en jácara libérrima, el culmen de sus conciertos siempre acaba siendo esta canción. Con ella brindan apoteósicos números allá por donde vayan (en youtube.com hay un muestrario interesante). En Madrid no fue menos. Brigham y Wyndham dieron el toque de salida con saxo y trombón en medio del público, mientras el juguetón de Elvis les fastidiaba el solo con una lata de cerveza, abierta a micro abierto y a traición. Después la fiesta se concentra en escena, todos se desmelenan (Elvis se quita por fin el sombrero), se establecen conexiones y casi todo el mundo sale loco. Por supuesto, en vivo y bien cerca fue mucho mejor que cualquier video o leyenda. Fin del show y rendición absoluta a sus pies.

Apertura exquisita: La risueña Dawn Landes resultó ser un lujo de telonera para la ocasión, una grata sorpresa. Entre Joni Mitchell y PJ Harvey, con vientos de country colándose por cada hueco, vino a presentar su nuevo “Sweeetheart Rodeo”. La referencia al mítico álbum de The Byrds no es casual ni gratuita. Y sus dos compañeros en escena (batería-armónica, guitarra-bajo) deslumbraron. Hay que seguirle la pista.


www.elvisperkinsindearland.com

www.myspace.com/elvisperkinsindearland

www.myspace.com/dawnlandes

13 septiembre 2009

CONCIERTOS

LEONARD COHEN. Madrid. Palacio de los Deportes. 12-9-2009.

Tributo al ganador.

De las muchas bondades que posee el arte, la mejor de todas es la eternidad. Y como forma de arte, la música, que también es literatura (escoger y ordenar palabras), que también es pintura y escultura (modelar y combinar los innumerables colores del sonido), tiene un poder de supervivencia privilegiado. La demostración tiene nombre y apellido: Leonard Cohen. En su extensa gira veraniega por nuestro país, desembocando en una Madrid que ya no sabe si volverá a pisar alguna vez (75 años, nada menos), el hombre de todas las damas ha conseguido dos cosas: la primera, la más frívola, es volver a llenar su maltrecha cuenta para vivir con dignidad los últimos años de su vida; la segunda, la más profunda, ha sido la de hacer florecer los recuerdos de aquellos que perdieron el tren de la juventud. Y no solo eso: en el Palacio de los Deportes también había jóvenes, muchos jóvenes, capturados por el mensaje cautivador de la poesía hecha melodía, las enseñanzas de un eremita, de un vividor largamente vivido, de un entrañable abuelo dispuesto a contarnos sus batallas con inusitada pausa y distinción. Y es que ya lo reconocía el joven músico en ciernes, espeluznado tras el fin de la primera parte: “Observando estas cosas me doy cuenta de que toco mal y canto peor”. ¿Qué se le va a hacer?. La batalla contra la experiencia está perdida de antemano. Artistas como Cohen ponen en evidencia que existe un abismo entre dioses y monstruos. Y a un grande como él solo pueden acompañarle los mejores: los más preparados, los más diestros y los más elegantes. Mucha calidad y mucho conservatorio. Ah, y también muchas cuerdas: se vieron bajos de cinco y guitarras de doce.

Como era de esperar, la noche fue un repaso a toda una carrera llena de cumbres de categoría reina. La primera parte, impacto de tiempos modernos, tuvo un destacado sabor a soul. “The Future” (con pirueta de las hermanas Webb incluida), “Ain´t No Cure for Love” y “Everybody Knows” brillaron en plenitud. Pero la sensación más fuerte se vivió con “Who by Fire” y ese mágico intro de guitarra clásica del catalán Javier Mas. Tras un descanso demasiado largo, el segundo plato trajo por vianda un soplo de folk y los más ansiados clásicos. “Tower of Song” permitió al maestro juguetear con su órgano Cassio; “Suzanne” desgarró los corazones y “Sisters of Mercy” fue la puntilla para verter la lágrima en el filo; la rotunda “The Partisan” despertó las más airosas aclamaciones y “Hallellujah” sonó como lo que es, ese himno milenario, de todos los tiempos. “I´m Your Man” animó al respetable a un acompañamiento deseado de cánticos y palmas, y “Take This Walz” no empezó hasta no haber escuchado las tres palabras obvias: Federico García Lorca. Y así culminó la segunda mitad.

Y los bises fueron una extensa parte más, y “So Long, Marianne” y “First We Take Manhattan”, vívidas y animosas, con todo el recato y respeto perdidos en la macrosala, anunciaban un broche de oro para un concierto soberbio. Pero no: el baile de la vida no se ha acabado aún para Leonard, y había que danzar hasta el final. Así que añadamos “Famous Blue Raincoat”, “If I Bet Your Will” (interpretada por las exquisitas Webb Sisters y precedida de emocionante recitado), “Chelsea Hotel Nº 2”, “Closing Time” y alguna más (perdí la cuenta), y tendremos tres horas de concierto, lo comido por lo servido, lo pagado por lo comprado. El viejo, con su rotunda voz impoluta, se propuso devolvernos el precio de la entrada y lo hizo. Aunque ya poco o nada nos acordamos del dinero. Nos acordamos de que los designios del destino son indescifrables, y el destino de este hombre sabio y encantador como pocos probablemente era éste: volver, renacer, revivir, enseñar, agradecer y marcharse como un triunfador.

www.leonardcohen.com


11 septiembre 2009

DISCOS

BOWERBIRDS. Upper Air.

Un regalo para los oídos.

Hace poco escuchaba una interesante teoría de boca de David Bowie: en pleno siglo XXI, cuando ya no sepamos qué hacer con tanta tecnología, acabaremos volviendo hacia atrás, golpeando grandes pedazos de madera. Esto surgió en una entrevista, hace ya algunos años. Y es bien real lo que plantea: ¿qué ser humano es capaz de soportar tan tremebunda oleada de información?, ¿qué persona de carne y hueso quedará indemne al bombardeo de las luces, los iconos y las teclas?. El mundo se está convirtiendo en ceros y unos, y nosotros en meros procesadores de datos. La deshumanización de la raza es un hecho tan tangible que asusta, así que quizá haya llegado el momento de volver a la madera. Quizá inconscientemente ya está en marcha ese proceso; volvemos al pasado, a la pureza. El proceso pasa por apreciar las cosas más sencillas de la vida, las que tenemos frente a nuestras narices día a día, las que se nos dan gratis, sin pedir cuentas. En la música nos preguntamos por qué ese resurgimiento de lo antiguo, por qué hasta los noveles se despojan de arquitecturas rimbombantes para lanzarse al espacio de lo natural. La madera, señores, la madera. El proceso está en curso, y por eso Bowerbirds hacen tanto bien al oído: porque en sus canciones no hay códigos ni claves, cyborgs ni redes, solo sol y aire. Sí, estoy en plena regresión: bendita panda de nuevos folkies, benditos Alela Diane, Elvis Perkins o Fleet Foxes, y benditos estos maravillosos Bowerbirds.

Upper Air” (2009) es el segundo trabajo de un trío nacido entre la flora y la fauna, tras el bonito aunque a ratos adormecedor “Hymns for a Dark Horse” (2007). Un disco para beberlo a sorbitos, para degustar con fruición, paladeando cada nota y frase como si fuera el único alimento del día. La reconfortante voz de Phil Moore y su guitarra acústica son la médula espinal de todas las canciones. Algunas muestran su desnudez sin pudor (“Silver Cloud”, “Bright Future”), otras se visten con cuidadosos adornos de piano (“House of Diamonds”, “Crooked Lust”) o acordeón (“Teeth”, “Beneath Your Tree”, “Chimes”), pero todas tienen la misma fuerza bruta: el poder de rellenar el vacío, y por qué no, de hacer llorar a moco tendido. Y luego están las letras, preciosos alegatos librepensadores y naturistas. Lo único que se echa de menos es más protagonismo para Beth Tacular: ¿por qué no algún otro dúo aparte del bordado en “Beneth Your Tree”?. Seamos justos: “Upper Air” lo tiene todo sin tener gran cosa y la frugalidad se agradece. La escultural “Ghost Life”, con su estribillo ahorrativo en palabras, proclama la combinación de modestia y grandeza más valiosa del año. Frente a las vacas flacas, medidas de austeridad. Pero de verdad.

www.bowerbirds.org

www.myspace.com/bowerbirds


01 septiembre 2009

REPORTAJES


WOODSTOCK 69: 40 AÑOS DESPUÉS.

El presente se inventó en los sesenta.

Como todos los bien informados aficionados musicales ya deben saber, este mes de agosto se cumplieron cuarenta años de la celebración del mítico Woodstock 69, el festival de rock por antonomasia. Un festival que, visto en la lejanía del tiempo, siempre tendrá ese duende, esa parte de romanticismo anti-sistema, de simbolismo pacifista. Una llamada a la que respondieron medio millón de personas: la llamada de la música. ¿Solo de la música?. No estuvimos allí (ni nacidos ni en proyecto), pero cuánto bien ha hecho el documental “Woodstock: 3 Días de Paz y Música” a las generaciones postreras, a los melómanos adictos, a los fanáticos del vinilo y demás gentecilla rara que va por ahí platicando sobre Jimi Hendrix o Jefferson Airplane en pleno siglo XXI, enfrentándose a caras de asombro e ignorancia, las de esos modernos a la última, tan fetichistas de los sellos y las marcas, tan apegados a sus FIBs, Sonoramas y Contempopráneas, que en su puñetera vida han oído hablar de este festival, de Newport, de Monterey, de los pioneros, de los sesenta ni de nada que se le parezca. En fin, al César lo que es del César: Woodstock tuvo su importancia histórica en muchos aspectos. La tuvo en el aspecto social: “¿de dónde puñetas ha salido toda esta marabunta de locos greñudos indecentes?” se preguntaban América y el mundo. Y también tuvo su importancia en el devenir del rock en directo y en las congregaciones masivas de artistas y público. Aunque hay quien reivindica (con gran acierto) que el auténtico caldo de cultivo se remonta al Festival de Monterey del 67, aquel evento en el que Hendrix y The Who se jugaron a cara o cruz el orden de sus actuaciones, compitiendo duramente por el premio al mayor y más virulento destrozo sobre el escenario. Así pues, una que es asidua a los festivales desde hace años, que vive en la música (que no “de la música”), que sigue fiel a unos principios vitales básicos cada vez más masacrados y demodé (a mucha honra), se enternece y regodea ante la visión de lo que sucedió en aquella campiña lindante a Nueva York en agosto de 1969. Sí, la parte romántica habla de tres días de paz y música, de miles de personas sonrientes y unidas por unos ideales, hastiadas del caos belicista y segregacionista norteamericano. Pero la parte romántica es la parte que nos venden. Woodstock también tuvo su lado oscuro: masificación, caos, insalubridad, desabastecimiento, delincuencia, colapso, incomunicación, la caprichosa meteorología. Aunque lo que más llama a la reflexión es que Woodstock se quedara simplemente en algo simbólico, una bella demostración de libertad, un rugido de protesta no violenta: el planeta siguió girando al ritmo impuesto por el dólar, instituciones de dudosa fiabilidad, caciques y podertenientes. Y así hasta nuestros días. De hecho, Woodstock quiso salirse del sistema pero ha sido adoptado como parte del mismo; el documental de marras obtuvo un año después el reconocimiento del tío Óscar, convirtiéndose en un chorro de lucro a presión. Y la ocasión del cuarenta aniversario ha sido la excusa perfecta para cargar la turbina de la maquinaria mercantil con nuevas publicaciones y homenajes.

Pero merece la pena hablar del trabajo de Michael Wadleigh, puntualmente rescatado en estos días de canícula infinita. En una sucesión de preciosas imágenes y con un montaje original y exquisito, la película expone lo sucedido en aquellos tres días con objetividad, ofreciendo una perspectiva de gran angular, aunque incompleta, del acontecimiento. La indiscutible preferencia de la música se complementa con un amplísimo muestrario de planos y opiniones que retratan e inmortalizan el perfil de los otros protagonistas: los miles y miles de jóvenes congregados en la granja de Bethel, de todos los colores y razas, de todas las edades, bajo los efectos de todo tipo de sustancias, en convivencia armónica, inmutables a las penosas condiciones de vivir como animales para la ocasión, atrapados por el embrujo de la naturaleza y la música. En la faceta musical el documento es parcialmente cuestionable; sorprende la presencia de los Sha-Na-Na frente a la ausencia de The Band, Grateful Dead, Creedence Clearwater Revival, Ravi Shankar, Paul Butterfield Blues Band, The Incredible String Band o del set eléctrico de Crosby, Stills, Nash & Young. Pecados injustificados y bailes cronológicos aparte, el metraje (tres horas y media, pónganse cómodos) está lleno de momentos memorables: desde el protagonizado por Richie Havens con su espeluznante “Freedom” hasta la ruidosa apología americana de Jimi Hendrix, pasando por la generosidad de Pete Townsend regalando su guitarra, la virtuosísima exhibición de Santana, los karaokes incitados por Country Joe McDonald o Sly Stone, la plañidera fiereza de Janis Joplin o el mágico despertar matutino con los Jefferson Airplane.

Observando esta cinta uno se sorprende de que hayan pasado cuarenta años, pues hay imágenes no muy diferentes a las vistas en otros festivales de ahora: técnicos pululando por el escenario, cuerpos rotos sobre la hierba, mochilas enormes a las espaldas, arco iris de tiendas de campaña, colas para casi todo, hasta la versión sesentera de los famosos Poly-Klyn. Básicamente, el concepto de festival sigue siendo el mismo: muchos artistas para mucha gente. Sin embargo, los tiempos han cambiado. ¿Por qué fueron los jóvenes a Woodstock?. ¿Solo por la música?. Sí, muchos fueron por la música, otros por hallar un espacio de desinhibición, otros por encontrarse encontrando la respuesta a su incomodidad existencial. Todo son teorías, pues no hay estadísticas que iluminen las motivaciones de aquellas gentes, aunque haya miles de definiciones sobre la idiosincrasia del movimiento hippie. Woodstock fue un momento histórico porque sucedió en un momento histórico, transgrediendo las leyes de la normalidad. ¿Por qué vamos ahora a los festivales?. Pregunta difícil de abordar. En la era del materialismo ya no hay búsqueda que valga, nada por lo que protestar. Las concentraciones humanas en pos de la música ya no tienen significado espiritual alguno, salvo para esas pequeñas minorías de raros que todavía pueden sentir el lejano eco de Woodstock, que todavía confían en la música como medio de realización, expresión y curación. Aquel espíritu de los sesenta se disolvió como un azucarillo en un vaso de agua, pero todos somos deudores de su herencia. Dejemos de mirarnos el ombligo, levantemos la cabeza y aprendámonos la historia.

http://es.wikipedia.org/wiki/Festival_de_Woodstock